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El Espíritu Santo se dio y se da. Sin el Espíritu Santo Dios está lejos y Cristo permanece en el pasado; el Evangelio se convierte en letra muerta; la Iglesia, en una simple organización; la autoridad, en un poder; la misión, en una propaganda; el culto, en un arcaísmo, y la moral, en una esclavitud. Pero el Espíritu transforma todo con su presencia y fuerza. Hace que Dios Padre esté muy cerca de nosotros, y Cristo se convierta en una persona presente y viva entre nosotros.

El Evangelio, por la fuerza del Espíritu, se transforma en vida renovada y renovadora; la Iglesia se convierte en comunidad de comunión, reunida y comprometida; la autoridad se transforma en servicio y dedicación; el culto en una liturgia viva y participada, y la moral, en bienaventuranzas. El Espíritu de la verdad libera de la mentira, de la falsedad y de todo tipo de fariseísmo. El Espíritu creador renueva los corazones cansados por la fatiga cotidiana y por la indiferencia religiosa, y crea ilusión y da fuerza para seguir el camino. El Espíritu de paz elimina guerras y odios, envidias y enemistades, y recrea la fraternidad entre los hombres. El Espíritu de unidad reconcilia a los hombres entre sí, las familias, los padres con los hijos y los hijos con los padres, y es el autor de comunión. El Espíritu de vida visita a los afligidos, consuela a los tristes, ayuda a los pobres. El Espíritu de poder sostiene a los vacilantes en la fe, robustece a los que dudan, ayuda en las pruebas y dificultades. El Espíritu de sabiduría ilumina las inteligencias, conduce a la verdad y abre las mentes al misterio divino. El Espíritu del Padre hace que seamos sus hijos de adopción. El Espíritu del Hijo nos hermana con Cristo y con todos los hombres. La presencia de Jesús resucitado abre las puertas cerradas, barre los miedos, purifica y enardece los espíritus, y devuelve la esperanza. Pentecostés es misterio pascual y acción misionera.