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La muerte de Jesús en la cruz ha sido un drama. Se han dispersado sus discípulos y dos de ellos huyen de Jerusalén llenos de miedo. Su crisis de fe y de esperanza les impide conocer al compañero de camino. Su mente y su corazón están cerrados y tristes.

Escuchan con atención las palabras del forastero, porque experimentan interiormente cierta esperanza. Su corazón va ardiendo a medida que su compañero explica las Escrituras y lo reconocen al partir el pan en la cena. Los cristianos están acompañados en el camino de su vida por la Palabra y el pan eucarístico. Hay días en nuestra vida en los que se eclipsa la esperanza y no encontramos al Señor, peregrino del camino. Lo descubrimos cuando se proclama y lo reconocemos en la Palabra divina. Cada domingo experimentamos que nuestro corazón arde a medida que le escuchamos. Luego lo reconocemos al partir el pan eucarístico. Cristo nos acompaña siempre y suscita en nuestro corazón la esperanza. El cristiano nunca está solo. Reconocemos también a Jesús cuando ejercemos la caridad fraterna. Los dos discípulos invitaron al peregrino desconocido a quedarse con ellos y compartir la cena. La caridad fraterna es la mejor clave para reconocer la presencia del Señor en nuestra vida. Los discípulos no permanecieron en Emaús, sino que volvieron a desandar el camino, regresando a Jerusalén, para comunicar a sus hermanos la experiencia vivida. Los cristianos, cuando salen de la celebración eucarística, están comprometidos a comunicar lo que han celebrado. Necesitamos descubrir a Cristo en cada página de la historia, en la Eucaristía y en el rostro de los hermanos.