En el corazón de la nueva Exhortación Apostólica Dilexi te —“Te he amado” (Ap 3,9)—, el Papa León XIV nos invita a redescubrir la ternura del amor de Dios que no teme inclinarse ante la fragilidad humana. No es una carta más: es un gesto de cercanía, un acto de misericordia que deja oír la voz del Señor allí donde la herida duele y la esperanza escasea. En ese “te he amado” resuena todo el Evangelio que abraza a los pequeños, los mira con afecto y los llama por su nombre. Porque Jesús, al identificarse con ellos, nos revela el rostro concreto del amor divino: un amor que se arrodilla ante la vida y la acompaña en su pobreza.
El Papa recuerda con fuerza que la opción por los pobres no nace de una ideología, sino del corazón mismo de Dios. En los pobres, Él sigue teniendo algo que decirnos (DT 5). Y cuando la Iglesia se decide a escucharles, algo dentro se renueva: se purifica, se vuelve más sencilla, más evangélica (DT 7). Así se abre esta exhortación, uniéndonos al latido profundo del amor de Cristo y a la llamada a servir a los que más sufren, como dos notas inseparables de una misma melodía.
Una Iglesia que camina con los pobres
Desde sus primeros pasos, la Iglesia ha reconocido en los pobres la presencia viva de Dios. No se trata de filantropía; es un misterio de revelación. Ya en las Escrituras, el Señor se muestra como el amigo y defensor de los pequeños, el que escucha su grito y actúa en su favor (DT 17). Jesús lleva esa historia a su plenitud: nació sin techo, caminó sin seguridades y murió fuera de la ciudad para abrazar toda fragilidad humana.
En Él comprendemos que la pobreza no es sólo una falta, sino un lugar donde Dios se deja encontrar. Por eso el Papa dice que los más pobres no son objetos de compasión, sino maestros del Evangelio (DT 79). En sus rostros habita una sabiduría serena, una fe silenciosa que sostiene al mundo. No vamos hacia ellos para llevar a Dios: vamos para descubrirlo ya presente, en medio de sus luchas y de sus esperanzas (DT 109).
La tradición viva de la misericordia
La historia de la Iglesia está tejida con gestos sencillos de amor. Desde san Basilio y san Benito hasta santa Luisa de Marillac o san Juan de Dios, incontables hombres y mujeres han encarnado la ternura de Dios junto a los enfermos, los presos, los pobres y los migrantes. El Evangelio, recuerda Dilexi te (DT 38), sólo se anuncia bien cuando toca las llagas de los últimos.
Esa corriente de misericordia no pertenece al pasado. Late en cada hospital que acoge, en cada casa que comparte el pan, en cada comunidad que abre la puerta sin preguntar quién toca. Los pobres son, como insiste el Papa, el verdadero tesoro de la Iglesia, su riqueza más honda y la medida constante de su fidelidad.
El desafío de una Iglesia samaritana
El texto concluye con una llamada profética: mirar el mundo desde el camino del Buen Samaritano. La indiferencia, el descarte y el abandono son heridas que el Evangelio quiere curar, invitándonos a detenernos, tocar, cuidar y hacernos prójimos (DT 105–107). La misericordia no puede esperar.
Por eso el Papa sueña con una Iglesia que ponga el amor por encima de las fronteras, que no tenga enemigos ni muros, que vea en la fragilidad un lugar de encuentro con Dios (DT 120). En esa dirección, cada comunidad está llamada a examinar cómo mira, cómo sirve y cómo comparte.
Ser discípulos hoy es escuchar el clamor de los pobres y responder con gestos que devuelvan dignidad. Es pasar de la compasión superficial a la comunión fraterna, del asistencialismo al acompañamiento, de las palabras al testimonio. Y, sobre todo, creer que en cada vida herida Dios sigue susurrando su promesa más antigua y más viva: “Te he amado”.
Te invitamos a leer y meditar Dilexi te. Tal vez sus páginas nos ayuden a cambiar la mirada y a descubrir que el Evangelio sigue naciendo allí donde alguien se atreve a amar sin condiciones.
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