El pasado sábado 13 de diciembre celebramos el festival de Navidad, el cual, quedó marcado por una alegría que se abría paso sola, sin necesidad de explicarse, porque cuando una comunidad se reúne para celebrar, la fe se vuelve visible y cercana. En el centro de todo estuvo la algarabía de los niños, esa forma tan suya de habitar la fiesta con el cuerpo entero, con risas que contagian y con una emoción que atraviesa generaciones. Subieron al escenario con ilusión limpia y con una entrega que hablaba de tiempo compartido, de ensayos cuidados y de acompañamiento paciente, y lo hicieron respetando con una naturalidad admirable el orden de participación, esperando su momento con una mezcla de nervios y orgullo que enternecía a quien miraba.
Cada número fue recibido con aplausos sinceros y con una atención respetuosa, creando un clima donde todos se sabían parte de algo más grande, donde nadie tenía que imponerse para brillar porque cada aportación encontraba su lugar. Entre actuación y actuación, los sorteos de cestas navideñas añadieron un tono festivo lleno de sentido, vividos con expectación y sonrisas compartidas, sabiendo que lo recaudado quedaba destinado a los más jóvenes de la parroquia, como una forma concreta de cuidar el presente y sembrar futuro.
Los distintos grupos parroquiales fueron dando forma a una celebración coral, diversa y profundamente unida, donde la alegría se expresó de mil maneras y donde la Navidad dejó de ser un concepto para convertirse en experiencia compartida. Todo transcurrió con un respeto que hablaba de comunidad madura, de cuidado mutuo y de una fe que se aprende viviéndola juntos.
Al terminar, quedaba en el ambiente algo difícil de nombrar y fácil de reconocer: la certeza de haber compartido algo verdadero. Una parroquia que celebra así se sabe viva, se sabe familia y se sabe enviada a seguir construyendo esperanza desde lo sencillo, desde los niños, y los no tan niños, desde la alegría que nace cuando cada uno aporta lo que es.
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