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VII DOMINGO DE PASCUA
Solemnidad de la Ascensión del Señor (Lc 24, 46-53)
Jesús, después de haber compartido la vida con los suyos, los conduce hasta el lugar de la bendición. Con ternura infinita, abre ante ellos un horizonte nuevo donde su presencia se hace más profunda y cercana, habitando en lo íntimo de cada corazón. Bendiciéndolos, los envía a ser testigos de la misericordia y de la vida nueva que brota de la Pascua. En ese gesto de sus manos extendidas resplandece la promesa del Espíritu, que colmará sus vidas de fuerza y de alegría, llenando cada rincón de su existencia.
Los discípulos regresan a Jerusalén con el corazón rebosante, sosteniendo en su interior la certeza de que todo camino será acompañado por la presencia viva del Señor. Permanecen en el Templo bendiciendo a Dios, envueltos en una alegría serena que enciende su misión. Cada paso que dan lleva la huella del amor recibido, cada palabra se convierte en anuncio de la buena noticia, cada encuentro en oportunidad de sembrar esperanza. El Espíritu Santo será el alma de su caminar, la fuerza que impulsa, la luz que guía, la alegría que sostiene. Jesús asciende al cielo, y con su Ascensión, la vida entera se eleva hacia el horizonte de Dios, hacia esa promesa que nunca se desvanece.
Desde la fe: Dejar que la bendición de Jesús se enraíce en nosotros, viviendo cada jornada en su presencia amorosa y fiel.
Desde la esperanza: Abrir el corazón al don del Espíritu Santo, que fortalece, consuela y alegra el camino de nuestra misión.
Desde la caridad: Ser testigos de la Vida que brota de Cristo, sembrando consuelo, ternura y luz en cada persona que encontremos a nuestro paso.
