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Cuando dos días tan cercanos como el de Navidad y el segundo domingo de Navidad comparten evangelio, la intención de la Iglesia es clara: seguir contemplando el misterio del nacimiento del Hijo de Dios. Hay un misterio, el del Verbo encarnado, en el que todavía podemos profundizar un poco más. Si bien es cierto que hemos concluido la Octava de la Navidad, estos días en los que ya preparamos claramente la solemnidad de Epifanía son nuestro recorrido con los magos de Oriente: al adentrarnos en el misterio de Jesucristo, Dios hecho hombre, nos preparamos para adorar, no solamente al Verbo, sino el misterio de su sabiduría, de su insondable inteligencia, de su brillante manifestación: ¿cómo podíamos esperar algo así de Dios? ¿cómo el Creador iba a elegir un signo tan humilde para aparecer a los hombres y suscitar en ellos la fe?

El prólogo del evangelio según san Juan reclama al creyente contemplar el descenso de esa Palabra, de ese Verbo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, al mundo de los hombres como uno de nosotros («se hizo carne y acampó entre nosotros»), y descubrir que ese descenso va a tener una consecuencia para los hombres: los va a hacer partícipes de Dios («a cuantos le recibieron, les da poder para ser hijos de Dios»). El niño recibirá los regalos de los magos, pero nosotros hemos recibido del niño el regalo de ser hijos de Dios. Admirable intercambio, comercio beneficioso para nosotros.

Así, la primera lectura, en su origen una alabanza de la Sabiduría de Dios, al ser presentada por la Iglesia junto a este evangelio, adquiere un color distinto: Si algo divino se ha establecido en medio de los hombres, sólo puede ser Jesucristo, verdadera Palabra de Dios y Sabiduría de Dios. El evangelio caracteriza a la primera lectura, y esta nos ayuda a entrar en el misterio de Navidad. Dota al texto de una identificación personal para la Sabiduría: no es un algo, sino un alguien. El salmo nos lo recuerda: «Dios envía su mensaje a la tierra». Y este envío no es accidental, es algo querido por Dios desde la eternidad para hacernos hijos de Dios. La Palabra se encarna para que los hombres puedan entrar en el seno de la Trinidad, no como alguien ajeno, sino como hijos en su casa. Lo explica san Pablo en la segunda lectura: «Él nos ha elegido y destinado en la persona de Cristo».