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Normalmente se califica como profeta a quien dice conocer el futuro, a quien predice acontecimientos. Profeta y adivino parecen estar equiparados. Pero ser profeta es otra cosa: hablar en nombre de Dios, transmitir un mensaje nuevo, enfrentarse a unas estructuras caducas o viciadas, anunciar la salvación.
No es empresa fácil ser profeta; por eso quienes han tenido conciencia de esta vocación han sentido miedo, como lo tuvo Jeremías. La lista de los profetas no es algo que pertenece exclusivamente al Antiguo Testamento, porque el profetismo no se ha acabado en la Iglesia. Dios se sirvió de hombres para hablar en el pasado, pero los sigue escogiendo para hablar hoy a su pueblo. Profeta es aquél que nos mueve constantemente a la renovación y al cambio, para que no nos quedemos satisfechos con nuestras actitudes y obras. Siempre es posible un paso adelante. Para descubrir la verdad plena y el horizonte de la perfección, necesitamos que el profeta nos hable y nos describa nuestra situación e incoherencia real. Tenemos miedo a oír las palabras del profeta porque estamos instalados, porque preferimos el inmovilismo de lo que ya sabemos, porque escondemos nuestra pereza y cobardía en una verdad a medias. Profeta no es quien pacifica, sino quien impacienta nuestra fe, esperanza y caridad. Profeta es el que no vive para satisfacer ambiciones personales, sino para anunciar el Reino que hay que instaurar en nuestro mundo todos los días.
Cristo es el gran y definitivo Profeta. Su fuerza y poder le vienen de arriba, su autoridad es la del Padre que está en el cielo. Así se presentó en la sinagoga de Nazaret. Sus palabras, en un primer momento, produjeron admiración por la novedad y gracia que transmitían. Pero como subraya el final del Evangelio, que se lee en este cuarto domingo ordinario, sus paisanos no pudieron soportar la verdad interpelante del discurso de Jesús, y reaccionaron con violencia y repulsa, tratando de despeñarlo. Hoy debemos tomar conciencia de que, por el bautismo, todos hemos recibido el espíritu que movió a los profetas y a Cristo a hablar de parte de Dios, a anunciar mensajes liberadores, a predicar la Buena Noticia, a anunciar la salvación, a ser testigos del amor sin fronteras.