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Lucas, con su evangelio de la misericordia, nos ofrece durante la Cuaresma del ciclo C también la Cuaresma de la misericordia, y con ella nos revela la plenitud de su plan: “Dios no envió al mundo a su Hijo para condenar el mundo sino para que el mundo se salve por Él”, dice san Juan. Resuenan las palabras de Ezequiel: “No quiere Dios la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”.
“Algo nuevo», nos dice hoy la liturgia de la Palabra: Dios realiza algo nuevo, que en la profecía no se manifiesta aún, pero que se contempla en el evangelio. Esto que es nuevo nace del amor de Dios y conduce a purificar el amor de los hombres, reflejado en esta mujer pecadora:
La mujer pecadora del evangelio se acoge a la misericordia del Hijo precisamente para esto, para, arrepentida, poder llevar una vida nueva, que no es, ni más ni menos, que una vida según el mandamiento nuevo, el mandamiento del amor que Cristo nos ha enseñado. La ley de Israel le habría negado esa posibilidad, pero el amor de Dios, su misericordia, le ofrece vivir una vida vuelta hacia Dios: realiza así algo nuevo, hace brotar entre el desierto el camino, entre el pecado el perdón, de tal forma que lo antiguo, lo de antaño, debe ser olvidado.
Contrasta esta actitud de Dios con la actitud del mundo de hoy: todo se etiqueta, todo se apunta, todo se guarda para hacer daño oportunamente. Dios hace algo nuevo. Sólo el amor puede hacer algo nuevo. Lo otro es cálculo, frialdad, resentimiento. Cuando Cristo trata así a la mujer adúltera, con amor, siembra el germen de una nueva vida, de una nueva sociedad: hace así con ella, y con los leprosos, y con los publicanos, y con el buen ladrón… es el germen de un pueblo nuevo, no movido por la condena al hermano, sino por la alabanza al Señor: “El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”.
Cualquiera que ha experimentado la misericordia de Dios, que verdaderamente ha tomado conciencia del amor que se le ha ofrecido para limpiar sus pecados, sabe cuál es su nueva ocupación, su nueva tarea: la alabanza de Dios.
Todo lo anterior se convierte en basura, dice san Pablo en la segunda lectura, porque en volverse hacia Dios puede profundizar en el conocimiento de quien Dios es. Creer en un mundo, una sociedad, un barrio, una parroquia o una familia en la que todos nos tratemos así no debería ser ejercicio de la imaginación, sino de la memoria: la Iglesia nos enseña cada día, en la celebración litúrgica, a no tener en cuenta nuestros pecados, sino a aprender a alabar al Señor. El cristiano participa en la asamblea litúrgica previamente reconciliado, por eso no tiene que fijarse en los pecados propios o ajenos ya, sino que, entrando en la alabanza de ese nuevo mundo, en ese camino nuevo en medio de la tempestad, se reconoce como hijo de Dios. Lo propio del hijo de Dios es pedir perdón, ser reconciliado, y después, «olvidándome de lo que queda atrás», alabar al Señor.