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Vivimos en un mundo cientifista que ante la primera lectura de hoy nos deja sin respuesta, entre niños o entre adultos. La costilla que emplea el autor del Génesis para explicar la relación existente entre el hombre y la mujer desde su origen no es una imagen simple e infantil de la que tengamos que pasar de largo, casi avergonzados por tanta sencillez. La costilla es una imagen preciosa de la complementariedad existente entre el hombre y la mujer. El hombre vivirá siempre referido a la mujer así como el hueco vive referido a esa costilla. De igual manera, la costilla encontrará su lugar perfecto, donde se completa de sentido, en el costado, igual que la mujer en el hombre. Esa perfecta complementariedad no es un apaño de la historia de la humanidad, ni una moda, ni una opción entre otras: es el plan de Dios que así nos ha creado, complementarios, llamados a mirar el uno al otro para encontrar un vínculo lleno de sentido y de sensibilidad. Por eso es que Jesús puede remitir al principio, al plan divino, a lo que el hombre es, para responder a la pregunta malintencionada de los fariseos. Por muchas vueltas que dé el mundo, o por muchas vueltas que le den los hombres, el sentido de la relación del hombre y la mujer, el sentido del matrimonio, de la unión entre ambos, no ha cambiado. La imagen de la costilla nos dice también: eso está así en el ser humano, tan interior, tan profundo, tan inalcanzable. Quien participa en esa unión entre varón y mujer, recibe la bendición de Dios, se inserta en el orden con el que todo ha sido creado. Por eso, además, el vínculo que se produce entre uno y otra es para toda la vida, permanece mientras ambos permanezcan vivos, pues esta unión es para esta vida, en la que se presenta como un sacramento que cesa cuando cesa el tiempo de los sacramentos, es decir, en la vida celeste.
La sacramentalidad de esta unión hace aún más necesario que el vínculo no se pueda romper por el solo deseo de uno de los cónyuges, pues en esa unión se manifiesta que Dios se ha unido para siempre al hombre, que ese vínculo no se rompe, que es tan fuerte como el vínculo sucedido en Jesucristo, Dios verdadero que se ha hecho hombre verdadero: dos naturalezas unidas e inseparables, como varón y mujer. Por eso estos se unen para siempre, porque en esa unión se puede reconocer la fidelidad de Dios con nosotros, pues no se separa de nosotros ni en la salud ni en la enfermedad, ni en la alegría ni en la tristeza, sino que permanece a nuestro lado todos los días de nuestra vida.