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«¡Paz a vosotros!» De esta feliz forma saludaba el Señor a sus discípulos. El saludo del Señor remite a dos vínculos de Cristo cuando aparece resucitado ante los suyos: Uno es el vínculo con su Pascua, con su muerte y resurrección. Cristo ha obtenido la paz para todos, el perdón de los pecados. Su saludo es un saludo pascual: Que la alegría de la Pascua esté con vosotros. También es un vínculo con el Padre, pues «como el Padre me envió, así os envío yo». Se establece una comunión entre el Padre, que envía al Hijo, y el Hijo, que envía a sus discípulos. Tanto es así, que la Iglesia reserva tradicionalmente ese saludo para los sucesores de los apóstoles: ¡Paz a vosotros! La comunión con el resucitado
nos viene por los testigos del resucitado, por aquellos que han recibido de Él mismo el saludo pascual. En esas pocas palabras del Señor se contiene su misión, la que les va a vincular con Él cada vez que la ejerzan: el perdón de los pecados. Como Jesús ha perdonado, perdonarán ellos. Pero si Juan, en el evangelio, nos lleva a los sucesos en la noche, Lucas, en la primera lectura, nos habla del don del Espíritu que se da en la mañana. Para san Lucas, la atención tiene que dirigirse hacia la formación de la comunidad: el Espíritu va a crear un grupo en el que, con distintos dones, en distintas lenguas, la fuente y el objetivo son los mismos. El resultado de ese don de lenguas será una sola comunidad cristiana, naciente, viva, creciente, valiente, que anuncie a Jesucristo. La fiesta de Pentecostés, fiesta de primicias, que el pueblo de Israel celebraba en Jerusalén va a abrir las puertas a unas nuevas primicias para Dios: la Iglesia. Esta Iglesia, al contrario que aquella torre de Babel, se elevará hacia Dios no por sus propias fuerzas, sino sostenida por la acción del Espíritu, y no provocará la división de sus miembros, sino la comunión de fe y caridad entre los cristianos.
Por eso, el perdón de los pecados que Jesús promete en el evangelio será necesario para la construcción de la Iglesia. Será edificada desde el amor misericordioso con el que Dios nos ha salvado en la Pascua. Esta misma experiencia quiere comunicar san Pablo en la segunda lectura: hay multitud de manifestaciones, pero un único Espíritu, multitud de carismas, pero son para la edificación de un solo cuerpo. ¿Son los dones que recibimos de Dios para distanciarnos, diferenciarnos de los hermanos o son dones que construyen la Iglesia? ¿Quiero atraer a todos a mis dones o respeto la multiforme acción del Espíritu para bien del Cuerpo de Cristo?
San Juan nos recuerda un criterio que nos lleva cincuenta días atrás, a la mañana de Pascua, en la que somete Juan su ímpetu a la autoridad de Pedro. Desde el carisma entregado por Cristo a Pedro, este construye y es necesario para la edificación de la Iglesia. La Pascua llega a su fin, pero la nueva creación ha comenzado. El resucitado concede su Espíritu a la Iglesia. Así, vivimos del don del Espíritu. Por Él son perdonados nuestros pecados y santificada nuestra vida. Nuestras debilidades no son obstáculo que detenga la alegría y la paz pascual… ¿habrá dejado marca en nosotros esta cincuentena como para ser ahora valientes testigos de la Pascua de Cristo? La celebración pascual de la Iglesia, el misterio de nuestra redención se continúa celebrando, de tal forma que la fuerza necesaria para ese testimonio vital nos es entregada. Valoremos la celebración de la Iglesia, cada rito que realicemos, no como algo puramente personal, sino como entrega de Cristo para la comunión de los miembros, para la santificación de la humanidad redimida.