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Con Juan Bautista como protagonista, el segundo domingo de Adviento nos enseña hoy que, si bien la rutina es necesaria para la vida del hombre, parte de esta rutina ha de ser siempre una tarea de profundización. No conocemos suficientemente nuestra fe y a nuestro Dios mientras pasamos por esta vida. Pero una rutina que desee siempre entrar en el misterio no puede faltarnos, evitando el riesgo de la superficialidad.

La Liturgia de la Palabra expone esta situación hoy con gran claridad: Es Juan Bautista el que aparece en medio de los hombres, en medio de las cosas de la vida de los hombres. Es este personaje, entre raro y misterioso, el que llama a pasar de la superficialidad a la revelación de Dios: sí, es Juan Bautista, pero en realidad es Dios el que guía a su pueblo, es Dios el que le instruye. Así nos lo advertía también la profecía en la primera lectura. Dios ha comenzado una obra buena, pero esa obra la va a completar en Cristo Jesús: Los profetas son signo, tanto de la obra buena que ha comenzado, como de que esta obra no ha llegado a su término mientras que no aparezca en medio de los hombres el Hijo de Dios en persona.

Por eso, la superficialidad no es buena compañera de viaje, y creer que yo hago mi vida, que yo construyo solo y bien a la vez, que yo decido sin más, es superficial: Dios se pone en medio de nuestra vida para guiarla mejor. Así sucede en la historia, así sucede con el Bautista. Uno siempre tiene la tentación de mirar a Juan y pensar en su aspecto pobre, fuera de lo común, y sin embargo, Juan va vestido de gala, porque la realidad profunda, la que no se ve a simple vista, es que es Dios el que guía por medio de Juan. La experiencia del hombre ha de ser la de reconocerse guiado por el Señor. La pobre apariencia de Juan manifiesta la realidad de un Dios que quiere comunicarse, pero que lo hace por medio de la realidad creada para provocar en el hombre el asentimiento de la fe, la libre respuesta alejada de toda esclavitud superficial.