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La presencia de lo santo entre los hombres supone un cambio de perspectiva para todo. De hecho, lo cambia todo. Un ejemplo de esto es el evangelio de hoy: el cambio en la misión significa el paso desde el propio plan hasta el plan de Dios, desde la propia voluntad hasta entrar en el misterio de la voluntad divina.
Este cambio, o conversión, se presenta en el evangelio de diferentes formas, con diferentes acentos. Así, mientras que Mateo recoge en su evangelio la llamada a los discípulos para que se dediquen a ser pescadores de hombres, Lucas dirige la promesa del Señor solamente a Pedro: «Desde ahora serás pescador de hombres». Mientras que en Mateo la promesa es futura, en Lucas es inmediata. Ahora. Ya. La barca de Pedro será, desde ahora, desde ya, signo de catolicidad: estar en ella es estar en el espacio que Cristo le ha creado para salvar a los hombres de las aguas de la muerte. Estar en ella es signo de haber pasado, como Pedro, del espanto a la adoración, de la incredulidad a la fe, de vivir en el pecado a vivir de la gracia. La Iglesia de Cristo, la de Pedro, acoge en su barca a todos aquellos que estén dispuestos a recorrer ese camino en su corazón y en su vida. Cristo ha entrado en la vida de Pedro y ha ido transformándola hasta el punto de cambiar también su misión, y ahora puede contemplar el contraste misterioso, igual que el que sucede en el profeta Isaías en la primera lectura: Isaías se siente perdido por haber visto al Señor siendo un pecador, pero acepta su misión y pide ser enviado. El espectáculo, distinto pero majestuoso, que ambos han contemplado, tan lejos en el tiempo uno de otro, nos advierte, con el salmo, de que «la misericordia del Señor es eterna», y nos anima a pedirle que «no abandone la obra de sus manos». Así que la Palabra de Dios sigue sonando hoy en el corazón de tantos pecadores, llamados a dejarse purificar, en los labios y en el corazón, para poder mostrar el poder de las manos de Dios.