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Domingo V de Cuaresma (Evangelio: Jn 8, 1-11)

Una mujer es llevada ante Jesús, rodeada por la gravedad de quienes la acusan. En ese espacio de verdad desnuda y misericordia infinita, Jesús se dirige a la mujer con palabras que levantan: «Tampoco yo te condeno». No ignora su historia ni niega su pecado, pero le ofrece una oportunidad nueva, la posibilidad de vivir desde la gracia, desde la libertad que nace del amor.

Nosotros también hemos sentido alguna vez el peso de la culpa o el temor al juicio de los demás. Y otras veces, sin darnos cuenta, hemos sido quienes señalan y exigen justicia sin misericordia. Jesús nos muestra un camino distinto: el de mirar a los demás con compasión y el de aprender a dejarnos mirar por Él, con esa ternura que no condena, sino que salva. Porque el amor de Dios no es un amor condicionado, no es un amor que pesa, sino que aligera. Su amor es un nuevo comienzo, una invitación a caminar con la certeza de que somos amados y llamados a amar.

Desde la fe: Acoger el perdón que Dios nos ofrece, sin quedarnos anclados en la culpa o el miedo. Su misericordia es real y transformadora, nos renueva y nos impulsa a vivir con el corazón abierto.

Desde la esperanza: Confiar en que el encuentro con Cristo es siempre una oportunidad para empezar de nuevo. Su mirada no nos deja atrapados en el pasado, sino que nos abre un horizonte de vida y dignidad.

Desde la caridad: No señalar, no juzgar con dureza a los demás. Mirar como Jesús miró, con esa delicadeza que sana, con esa ternura que nos ayuda a ponernos de pie y a seguir caminando.