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El evangelio narra el bautismo de Jesús y recuerda nuestro bautismo. Juan irrumpe en escena sin que sepamos nada de su pasado. Asume una original opción de vida y un singular estilo de misión. Su figura ascética, caracterizada por dos elementos, el vestido y su alimentación, nos revela una opción radical de desprendimiento.
Su misión se entronca en la línea profética, pero tiene rasgos muy peculiares. Practica un rito desconocido en la historia de la Biblia y en la tradición hebrea: el bautismo. Muchos acudían al Jordán para ser bautizados por Juan Bautista. Su bautismo era signo de conversión. Jesús no tenía necesidad de ser bautizado. Su presencia en el río Jordán santificó las aguas, no fue el agua la que santificó a Jesús. Nosotros hemos sido sumergidos en las aguas bautismales y hemos renacido a una vida nueva, Jesús pasó del ámbito familiar a la misión mesiánica; de la vida tranquila de Nazaret a recorrer pueblos, caminos y campos; del silencio a la enseñanza del Evangelio. Nuestra vida cambió también en las aguas bautismales. Pasamos del pecado a la gracia, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida. Fue un cambio radical. En el bautismo comenzamos un nuevo camino creyendo en Cristo y comprometiéndonos a ser fieles al Evangelio. El bautismo exige crecer en la fe, ser evangelizados por la Palabra y ser evangelizadores en nuestro ambiente. El bautismo nos hace constructores de una sociedad fundamentada en la justicia y en la paz. Quien ha sido bautizado no puede colaborar con la cultura de la muerte ni promover obras fundamentadas en la injusticia y en el egoísmo, en el odio y en la envidia; ni ser portador de guerra y de división. El bautizado en Cristo debe pasar haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal.