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La escena de la expulsión de los vendedores y cambistas del templo de Jerusalén, que se lee en el evangelio de este tercer domingo de Cuaresma, ha sido motivo de inspiración para muchos pintores. Hay algunos cuadros y tapices muy elocuentes por su vivo realismo gráfico: los cambistas de dinero rostro en tierra, las mesas y escabeles derribados, las monedas por el suelo, las palomas volando… y Cristo en medio de este caos de cuerpos y cosas avanzando majestuoso con el brazo alzado con el látigo y el rostro perfectamente sereno. E inmediatamente surge la pregunta: ¿dónde está la no violencia de Cristo, que es el Príncipe de la paz?, ¿dónde está su caridad y su justicia? Se equivoca quien piense que la no violencia consiste en pronunciar palabras enfáticas y lisonjeras y en hacer ademanes corteses y diplomáticos. La no violencia es caridad que puede expresarse con un azote o mediante un beso. La no violencia es serenidad interior.
La presencia de los vendedores en el templo era un servicio bien montado para ahorrar tiempo y cansancio a quienes debían comprar palomas, ovejas y bueyes para el sacrificio. Los cambistas de dinero facilitaban las monedas válidas para la ofrenda ritual. Todo era conforme a la ley y el sistema establecido. Sin embargo, la frase de Jesús es enormemente significativa: “no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. Lo que Jesús denuncia es el lugar donde se habían instalado. Es verdad que la casa de oración no puede ser lugar de ganancias. Todos los que entran en la iglesia en pos de riquezas o de honores o de tranquilidad o de seguridad o de beneficio personal, es mercader que merece ser expulsado desde el genuino significado del “templo nuevo” de la presencia de Dios en medio de los hombres, que es Cristo. Su cuerpo crucificado y resucitado es el santuario de Dios, el lugar de la verdadera adoración, la casa del Padre, el centro del culto nuevo, el templo de la definitiva Alianza.
El gesto simbólico y profético de Jesús al purificar el templo significa que se debe pasar de una religión superficial e interesada a una vivencia pura de la fe pascual, de unas prácticas externas supersticiosas a un culto en espíritu y verdad.