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VIII DOMINGO DE PASCUA
Solemnidad de Pentecostés (Jn 20, 19-23)
En el atardecer de aquel día, Jesús se hace presente entre los suyos con una paz que abraza y renueva. No viene con reproches ni exigencias, viene con el don inmenso de la paz verdadera, esa que brota del amor que todo lo sostiene. Cada palabra suya es un soplo de vida que atraviesa el miedo y enciende la esperanza. El gesto de soplar sobre ellos es como un nuevo comienzo, una creación renovada donde el Espíritu Santo llena sus corazones y les confía la misión de continuar su obra en el mundo. La presencia de Jesús, viva y cercana, transforma el encierro en envío, la tristeza en alegría, la fragilidad en testimonio.
El Espíritu Santo viene como un regalo precioso, no para guardar, sino para ser compartido. En ese soplo divino, Jesús entrega a sus discípulos la fuerza para perdonar, para reconciliar, para sanar las heridas del corazón humano. Cada uno es llamado a ser portador de paz, constructor de unidad, sembrador de vida nueva allí donde el mundo clama consuelo. Pentecostés abre en el alma un horizonte inmenso, donde cada día se convierte en oportunidad para vivir impulsados por el Espíritu, confiando en su presencia que alienta, fortalece y conduce. Desde aquel encuentro en el Cenáculo, la historia entera se llena de una luz que nunca se apaga.
Desde la fe: Recibir el Espíritu Santo como don y fuerza, dejando que su presencia renueve nuestro corazón y nuestra misión.
Desde la esperanza: Confiar en la paz que Jesús siembra en nosotros, y caminar cada día con la certeza de que su Espíritu sostiene cada paso.
Desde la caridad: Ser portadores de paz, sembradores de reconciliación y testigos vivos de la ternura de Dios en medio del mundo.
