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Claramente el hilo conductor entre la primera lectura y el evangelio de este domingo es la curación de la lepra. Naamán el sirio es curado por Eliseo en las aguas del Jordán, Jesús mismo es el agua que cura a los diez leprosos en el evangelio. Un acto de fe momentáneo pero grande, de calidad, «como un granito de mostaza», concede a Naamán la salud en las aguas pobres del río Jordán. No es la grandeza del río, sino la de la fe, la que cura. Una fe de calidad, aprendíamos el domingo pasado, esa lo puede todo. Los diez leprosos del evangelio solamente tienen que obedecer al mandato de Cristo: «Id a presentaros a los sacerdotes». Son ellos los que tienen que dar testimonio de la curación, tal y como mandaba la Ley. Solamente obedecer al mandato: no hay ningún gesto de Cristo, ningún signo que realizar, ninguna pobre manifestación de fe… salvo la obediencia de ir al sacerdote. Es en esas cuando los leprosos se ven curados, los judíos y el samaritano. Es así porque la curación supone una salvación que es universal. Jesús recorría el camino hacia Jerusalén pero lo hacía ofreciendo la salvación a todos los pueblos, a todas las razas y religiones. Todas encuentran salvación en Él. Por eso, la Iglesia, al ver curado a Naamán, un sirio, un pagano, uno que no pertenecía a Israel, canta: «El Señor revela a las naciones su salvación». Como al samaritano. Un hombre que se presenta como el que ofrece la salvación de Dios a todos crea en aquellos que lo encuentran una infinita confianza: por eso, el samaritano vuelve. La conversión del samaritano para dar gracias y glorificar a Dios es su forma de acoger la misericordia recibida. Y así, aquel que al principio del evangelio gritaba «ten compasión», vuelve ahora al Señor para descubrir que la ha recibido, que el Señor es compasivo y misericordioso, que la Palabra de Dios se cumple en su vida y que Él ha recibido esa salvación. El reencuentro, la conversión, es entonces la feliz conclusión de su obediente dejarse en manos del Señor.

Sin duda que el samaritano, como Pablo, puede reconocer que Jesús «permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo». La celebración de la Iglesia es ahora, para nosotros, ocasión para experimentar lo que el evangelio relata: en la fe, que se manifiesta en la obediencia a la celebración de la Iglesia, resuena la voz y el poder de Cristo, que quiere transformar lo que hay de impuro en nosotros en algo santo, el mal en bien a la celebración de la Iglesia, resuena la voz y el poder de Cristo, que quiere transformar lo que hay de impuro en nosotros en algo santo, el mal en bien.

Es necesario entrar en la celebración llenos de fe para que así suceda, pues con esa fe el pecador se convierte en discípulo, en reflejo de la limpieza de Cristo, de su santidad. Venir a la liturgia de la iglesia a dar gracias a Cristo es reconocer esa obra que ha querido hacer en nosotros y a la cual hemos respondido con asentimiento obediente. Sí, Señor, aunque nuestra celebración pueda parecernos tan pobre como el río Jordán, nada que ver con otros ríos grandes y caudalosos, por esta fluye la Vida Eterna. Sólo quien así lo reconoce puede ofrecer verdadera alabanza divina. Con frecuencia podemos reconocer, e incluso vernos afectados, por la pobreza de la celebración de la Iglesia, de los ministros, de los signos… y sin embargo, por medio de ellos se está transmitiendo la salud, la limpieza, la claridad de Dios. Una mirada como la del samaritano nos permitirá advertir el milagro que Dios quiere hacer con nosotros y vivir agradecidos por tanta generosidad.