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El rey Salomón es, sin duda, el modelo de la sabiduría en el Antiguo Testamento. Hablar de ella es hablar de la característica más conocida del hijo del rey David, heredero de un reino unido, que prefiere esta virtud antes que cualquier otra fuerza o poder porque permite ordenar y gobernar con acierto en cualquier circunstancia.

Pero, ¿en qué consiste ese acierto? La respuesta nos la ofrece el evangelio de hoy: la sabiduría consiste en saber elegir aquello que más nos acerque a Dios. Como si de una reflexión ignaciana se tratara, la sabiduría es esa capacidad que nos permite discernir y hacer, es decir, que ilumina a nuestra inteligencia y fortalece nuestra voluntad, aquello que más nos conviene dejar o coger para permanecer unidos a Dios. Sí, ciertamente, esa sabiduría para unir con Dios tiene que nacer de Dios: no se la arrancamos, no se confunde con la inteligencia, no es nuestra (porque se puede ser muy inteligente y nada sabio, y viceversa). Nosotros, como hizo Salomón, la pedimos, porque ella no está en los libros, aunque éstos nunca estén de más, es un don de Dios por el que nos guía y nos hace partícipes de su misión salvadora. Por eso se desea, se pide, se pone por delante de cetros, tronos, riquezas… porque más importante que todo eso es unirse a Dios, estar con Él.

El evangelio nos ofrece hoy un modelo opuesto a Salomón. Si Salomón, sin poder ver a Dios, obró con sabiduría para unirse a Él, el joven rico, contemplándolo con devoción, no obró con sabiduría, no pudo alcanzar la plenitud que buscaba. Verdaderamente, es un don; verdaderamente, o lo pedimos, o la tristeza de aquel joven del evangelio aparece: nuestro mundo no la elige, y experimenta esa tristeza con frecuenta, tristeza que no se apaga con más de todo, más bien al contrario. Porque quien quiere, como el joven, reafirmarse, autoafirmarse, ser reconocido por su virtud ante todos, manifiesta en esa actitud su propio punto débil, el que le lleva al fracaso. La sabiduría conduce a la alabanza divina, pero el joven buscaba ser él alabado.

Lo que más acerca a Dios no es el dinero, por eso Jesús le pide que lo deje; aquello que es obstáculo en cada uno de nosotros para acercarnos a Dios, Jesús nos pide que lo dejemos, que estemos dispuestos a dárselo si nos lo pide. No lo son el poder, la fama, el placer o la comodidad. La cuestión es si tendremos la sabiduría necesaria para localizarlos y para dejarlos ir. En el caso del joven, su virtud, su dinero y su vanidad, le juegan una mala pasada, no le permiten confiar en el Señor.