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El profeta anuncia a los desterrados en Babilonia la pronta liberación. Los exiliados escucharon su voz con gozo y esperanza. Nosotros no fuimos desterrados y, sin embargo, vivimos en el destierro en espera de la patria definitiva. Muchas personas acudían al río Jordán para escuchar la voz del Precursor y ser bautizados. Nosotros no estuvimos en la orilla del río y, sin embargo, hemos escuchado el mensaje de Juan y hemos sido purificados en el agua bautismal. Cada día crece en nosotros la esperanza, recordamos el agua que nos limpió e invocamos al Espíritu Santo que riegue la aridez de nuestro corazón. El Bautista, hombre de soledades y de palabras proféticas, nos exhorta hoy a preparar los caminos al Señor cambiando de vida, reconociendo nuestros pecados y pidiendo perdón. La renovación del bautismo regenera y crea esperanza. Adviento nos introduce en el desierto para que un día contemplemos la vara florecida de Jesé en el erial de nuestro mundo. El desierto existe fuera y dentro de nosotros mismos. Existe la desertización alrededor nuestro, que quema y agrieta la tierra. Es la aridez de las relaciones humanas, la soledad, la indiferencia, el anonimato. El desierto es el lugar en donde, si gritas, nadie te escucha; si yaces extenuado en tierra, nadie se te acerca; si estás alegre o triste, no tienes a nadie con quien compartir. El corazón también puede convertirse en árido desierto en donde no florece la esperanza. Juan Bautista predica en el desierto. Muchos de sus oyentes sintieron en su cuerpo y en su corazón el frescor de la nueva agua y salieron del río renovados y animados a preparar los caminos del Señor. Jesús hizo que en el desierto floreciera la esperanza y el agua fuera sacramento. La única agua que puede evitar la progresiva desertización espiritual de nuestro planeta es el amor y la caridad. Adviento es espera y preparación.