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Cuarto domingo de Pascua (Juan 10,27-30)

Las palabras de Jesús en el evangelio de este día resuenan en nuestro interior con una ternura inmensa. Nos recuerdan la relación íntima y personal que Él tiene con cada uno de nosotros. No somos desconocidos ni extraviados, sino ovejas que son llamadas por su nombre, guiadas con amor y protegidas con firmeza. En un mundo donde el ruido y la confusión pueden alejarnos del camino, la voz de Cristo se convierte en un faro seguro. Escuchar su voz requiere silencio interior, disposición y confianza. Muchas veces nuestras preocupaciones, miedos y distracciones nos impiden percibir su llamado. Sin embargo, Él sigue hablándonos a través de la oración, de su Palabra, de los acontecimientos de la vida y de las personas que nos rodean.

Desde la fe, se nos invita a escuchar la voz del Señor y a seguirlo. Esto implica confianza y entrega. Creer en Él no es solo aceptar su existencia, sino reconocerlo como nuestro Pastor, aquel que guía nuestros pasos con amor y sabiduría. La fe nos da la certeza de que estamos en manos de Dios, protegidos por su amor infinito.

Desde la esperanza, se nos invita a confiar en que nadie nos arrebatará de su mano, que tenemos la promesa de la vida eterna. Esta seguridad nos impulsa a seguir adelante en medio de las dificultades, confiando en que el bien vencerá sobre el mal y que, al final, veremos a Dios cara a cara. Nada ni nadie puede arrebatarnos de su amor. Aún en las tormentas más intensas de nuestra vida, su mano nos sostiene y nos resguarda. Esta certeza nos invita a descansar en su paz y a confiar en Él sin reservas.

Desde la caridad, se nos invita a dejarnos envolver en el amor de Dios, que nos impulsa siempre a amar como Él nos ama. El Buen Pastor no solo cuida de sus ovejas, sino que nos llama a hacer lo mismo con nuestros hermanos. Amar a los demás, especialmente a los más necesitados, es la manera más auténtica de demostrar que seguimos la voz del Buen Pastor.