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Sabemos bien que la Iglesia se fija en Juan el Bautista en el segundo y tercer domingo de Adviento, según la secuencia que encontramos en la liturgia de estos días: Juan nos enseña a descubrir a Dios atravesando la superficialidad en la vida, y nos enseña también cómo se responde a ese descubrimiento. La inquietud de los que le interrogan en el evangelio muestra que ante semejante descubrimiento no cabe la indolencia, hay que preguntarse qué es lo que tenemos que hacer.

Cuando uno hace experiencia de la presencia de Dios en la vida, la vida ya no puede ser la que era. Cuando profundizamos en el misterio de nuestra propia existencia, de lo que nos sucede, de lo que hacemos o de lo que sentimos, y en medio de ese misterio aparece Dios, incluso en el caso del evangelio, del Dios que aparece en el desierto, el corazón busca responder oportunamente. Todas las acciones que Juan propone en el evangelio tienen un motor para poder afrontarlas, que es la alegría.

Las lecturas nos hablan hoy también acerca de la alegría. Juan nos decía que Dios está en medio de nosotros, Juan nos dice, con Pablo en la segunda lectura hoy, que nos alegremos. Dios está tan cerca de nosotros que está en medio de nosotros, y el cristiano tiene que reaccionar motivado por semejante alegría. ¿Cómo desprenderme de algo de mi propiedad, de algo que tengo, o que creo que he obtenido justamente? ¿Cómo dejar de abusar, de engañar, de hacer mal? Con la alegría encontrada, que es mayor que todo lo anterior.

Juan el Bautista responde a los que le preguntan y les señala al Señor. Y, de esta forma, manifiesta la acción de la Iglesia también, que cuando se ve interrogada por el mundo, responde señalando al Señor, y ha de hacerlo, además, con la alegría de quien sabe lo que está señalando. La alegría, entonces, será un síntoma del Señor encontrado… o, en su ausencia, del Señor olvidado.