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La antigua tradición que une la aparición a los Magos con el Bautismo del Señor y con las bodas de Caná (en la España mozárabe también con la multiplicación de los panes) es la causa del evangelio que se nos propone hoy. La Iglesia, al mantenerlos cerca cronológicamente, intenta que no se pierda ese antiguo vínculo, precisamente por lo gráfico que es a la hora de explicar un concepto central de nuestra fe: es una fe revelada. Es Dios el que nos la ha manifestado, y más aún, lo que ha dado a conocer no han sido cosas, no han sido trucos, no han sido palabras sin más: se ha dado a conocer a sí mismo, pues al manifestar su gloria manifiesta su ser Dios. La revelación del Ungido por Dios para ser luz de los pueblos (fiesta del Bautismo) hoy alcanza un grado aún mayor: «Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó», dice Isaías. Isaías y san Juan nos hablan hoy de bodas. Una luz parece algo inabarcable, algo que no se puede retener, que ofrece su efecto y luego se pierde… pero una boda es otra cosa. Una boda es justo una unión fuerte, un vínculo extraordinario. No es solamente que Dios pase por aquí, es que se queda para siempre con nosotros. No es que nos ilumine, es que nos convierte en su propia luz. Hace de su gloria nuestra gloria. Por eso, Isaías anuncia la renovación de Jerusalén en un pasaje lleno de términos de «gloria». El Señor que edificó Jerusalén se desposará con ella. Es el tiempo de la favorita, la desposada, la preferida. La Iglesia, nueva Jerusalén, se siente privilegiada por su Señor, especialmente unida a Él.
Así podemos entender el sentido del evangelio hoy: El Señor va a las bodas de Caná a revelar la alegría desbordante que va a ser para la Iglesia su desposorio con el Señor. Un desposorio que se realizará cuando corra su sangre, como el vino bueno, en la cruz. Por eso, el tema de este domingo es el anuncio del banquete mesiánico, que supone un mundo nuevo, un vino nuevo, un amor nuevo, una alegría nueva. Que la gloria está unida al misterio de la cruz no es algo casual, un recurso de los discípulos ante el fracaso de la crucifixión: es la esencia del mensaje.
Cristo, concluye el evangelio, “manifestó su gloria”. Recordemos el evangelio del día de Navidad, el prólogo de san Juan: «la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria”. La gloria que manifestó el Señor ya la hemos empezado a contemplar. La ha manifestado en la cruz, donde ha sido exaltado como Rey y Señor, y la hace presente en la celebración de la Eucaristía: así nos hace partícipes del festín nupcial que ya se desarrolla en el cielo.