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Ascender es una esperanza tan vieja como el mundo y uno de los deseos más constantes de la vida del hombre. Toda ascensión tiene atractivo por la situación nueva que se vislumbra. Incluso los riesgos que comporta son compensados por la conquista de niveles más altos y desconocidos. Ya la mitología griega plasmó en un bello pasaje el vano intento de Icaro, hijo de Dédalo, que al huir del laberinto de Creta con unas alas de cera desobedeció los consejos de su padre y ascendió demasiado alto acercándose al sol en su vuelo; sus alas se derritieron y cayó al mar donde pereció ahogado. Hoy seguimos constatando la irrefrenable voluntad del hombre para conquistar el espacio y reducir distancias entre los planetas.
En el plano religioso también se manifiesta un constante deseo de ascensión. Con lenguaje sencillo y normal se dice que quien ha muerto en la fe ha subido al cielo; que la oración confiada es escuchada en lo alto: que un día seremos elevados para vivir eternamente en el reino celeste. La solemnidad de la Ascensión del Señor, que se celebra en este domingo, nos revela el sentido exacto de la ascensión del cristiano. La Ascensión es el lazo de unión entre Pascua y Pentecostés. El misterio pascual, que se funda en la muerte del Señor, no se detiene en su resurrección; se desarrolla en la Ascensión, que es la aceptación por parte de Dios de la obra de Cristo y su consagración como Señor de cielos y tierra; y se consuma en Pentecostés con el envío del Espíritu. La Ascensión no es el final de la historia de Jesús de Nazaret sino el punto de partida de la misión de la Iglesia, que es la proclamación de la buena noticia de la salvación. El tiempo para esta misión va desde la Ascensión hasta la Parusía: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”. Cristo, en su ascensión a los cielos, alcanza la plena soberanía sentándose a la derecha de Dios Padre (sentarse en el trono es el signo de realeza). Esta glorificación no es signo de la ausencia de Jesús en la tierra ni de distanciamiento de la historia del mundo y de la vida de la Iglesia. Es el inicio de la nueva presencia del Resucitado en medio de sus discípulos. La ascensión de Jesús es el punto de unión de lo eterno con nuestro tiempo fugaz y caduco, es garantía de la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la esperanza sobre la angustia y desesperación de la condición humana.