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Los cristianos no debemos conformarnos ante las injusticias y así nos lo enseña la viuda del evangelio de hoy. Si perseveras, habrá justicia. Si te abandonas al mal… perderás. La perseverancia de la mujer viuda es motivo de reflexión y de esperanza para los que escuchan la parábola: Si su pertinacia consigue ser atendida por un juez tan irresponsable, no hay duda de que el discípulo, con su oración continuada, conseguirá mucho más de su Padre del cielo.

La primera lectura nos muestra un ejemplo gráfico inmenso de lo que significa perseverar en la oración: Aarón y Jur sostienen, brazos en alto, la oración de Moisés por su pueblo. En él vemos dibujado al «guardián de Israel» del que habla el salmo, que «no duerme ni reposa» para dar a su pueblo la victoria, la justicia. Pero la Iglesia no tiene dudas… no, no es Moisés, sino el Señor, el verdadero guardián de Israel. No es Moisés, sino Cristo, el que ha levantado los brazos en lo alto de un monte, puesto en la cruz, y desde allí ha intercedido para obtener la victoria para su pueblo, para darle una felicidad que Dios no puede rechazar darle. Cristo se ha convertido en el misterio pascual, en la batalla definitiva, con los brazos en alto, en aquel que asegura que su pueblo venza. Y no contento con esa victoria, ha entrado en el santuario del cielo para hacer justicia a los suyos, para convertirse en el juez que, brazos en alto, asegura ante el Padre la justicia para aquellos que, perseverantes en la oración, quieren obtener la salvación de Dios. Los días del Hijo del hombre han comenzado con el misterio pascual, y se completarán cuando el Señor vuelva, pero mientras tanto, sabemos que tenemos un sumo sacerdote que ha entrado en el santuario del cielo para obtener justicia para nosotros. Bien entiende la Iglesia que lo que anunciaba Moisés, se ha cumplido en la Pascua de Cristo, donde hemos ganado un abogado que nos defiende en el cielo, donde el Padre quiere ponerse siempre de nuestro lado. Tan bien lo entiende, que hace a sus sacerdotes elevar sus brazos en la liturgia para la oración: cada vez que rezan en misa, abren y elevan los brazos, repitiendo aquel gesto de intercesión que salva a los suyos. ¿No experimentamos, acaso, la protección y la beneficencia del Señor, cuando el sacerdote eleva sus brazos en la oración? ¿No sabemos que está intercediendo ante el Padre, unido a Cristo, para obtenernos la bendición y la salvación? ¿No deseamos perseverar con ellos, animarlos a mantenerse así, en bien de toda la humanidad, de tantos seres queridos? El poder de la cruz de Cristo sigue siendo eficaz ante el creyente, ante el que, como Jesús pide en el evangelio, persevera en la oración. De ese poder brota la liturgia que celebramos. Y es que, la verdadera victoria no se obtiene aquí, cuando recibimos las primicias de la eternidad, pero sí es cierto que aquí, con nuestra perseverancia, con una fe constante, esos brazos en alto adquieren el sentido inequívoco de la justicia que Dios nos promete gratuitamente. Aquí, en la tierra, en germen; al final, en el cielo, en plenitud.