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Las bienaventuranzas, la carta magna del Reino de Cristo, nos las sabemos, pero no vivimos según su espíritu. Tenemos miedo a las bienaventuranzas, las cambiamos, las dulcificamos, las ponemos adjetivos, porque escucharlas como salieron de los labios de Cristo nos parecen excesivamente duras. Evidentemente que Cristo no quiere la pobreza, no quiere que todos estén llorando, no quiere que todos estén perseguidos, no quiere que todos padezcan hambre. Quiere todo lo contrario: quiere la justicia, la fraternidad, la igualdad, que no haya gente que viva en la abundancia y gente que carezca de todo. Cristo quiere que todos seamos iguales, que aceptemos su Reino, que nos compromete a todos, que nos hace compartir las riquezas de los ricos y superar la pobreza de los pobres. Un Reino en el que no haya llantos, sino paz y alegría, comprensión y gusto por vivir. Un Reino en el que nadie se erija como juez, sino como servidor de su hermano; en el que no haya opresores y víctimas injustas, sino que todos nos amemos y trabajemos en una misma empresa y en una misma esperanza. Este es el gran mensaje de Jesús, éste es el espíritu de las bienaventuranzas; ésta es nuestra conquista y nuestra meta.
Evidentemente que la meta en que se cifran las esperanzas de jóvenes y mayores es la conquista de la felicidad. Dios bendice todo esfuerzo humano, el progreso humano, quiere el desarrollo, pero lo que no podemos hacer es invertir la escala de valores, poner como meta última y terminar lo que es relativo. Ésta es la tentación que podemos sentir los que nos llamamos cristianos, que aunque vivamos en pobreza, en estrecheces, contando el dinero para que nos llegue a final de mes, quizá nos falta esa pobreza de espíritu, esa generosidad de apertura hacia el otro, para vivir con paz, sin sentirnos hundidos y abatidos, para poder afrontar nuestra situación sin envidias ni rencores.
No se puede proclamar las bienaventuranzas sin un contexto religioso. No se puede ir al tercer mundo y decir que ésos son los bienaventurados. No son los bienaventurados, sino los desdichados, los que padecen nuestro capitalismo, nuestro progreso, nuestra explotación. Por eso, sería bueno que nos planteásemos unos interrogantes que creen dudas en nuestra vida y cuestionen nuestra existencia y nuestra fe.