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El día de Pascua habla de luz, explica la Pascua como luz: la oscuridad de la noche es transformada por la luz de la aurora, esa primera luz de la mañana que anuncia el levantarse del sol para iluminarlo todo… porque, en la Pascua de Cristo, todo ha sido hecho nuevo.
Hablar de «todo», ciertamente, es mucho hablar… por eso, conviene empezar por lo más inmediato al acontecimiento aquel. Hasta los atemorizados discípulos han sido hechos nuevos, han sido transformados en autorizados testigos de la victoria pascual de Cristo. Sí, Cristo, que transformó durante su vida la ceguera en visión, la parálisis en movimiento y el pecado en perdón, ahora, por el misterio de su muerte y resurrección, transforma la muerte en vida, la tristeza en esperanza y la desorientación en sentido.
El nuevo ser de Cristo lo transforma todo, y el Hijo de Dios es ahora el Mesías glorificado: el que cumplía las Escrituras en vida, las cumple también con su muerte y resurrección, y así confiere a los discípulos autoridad, una autoridad que le era propia, para que ellos puedan también salir por las calles y las plazas a contar a todas las gentes cómo también ellos mismos han sido transformados. No hablan de teorías, no hablan de deseos o sueños, no son parlanchines que prometen lo que no tienen, de lo que no saben. Ellos han acompañado, con su tristeza y sufrimiento, la muerte de Cristo, pero ahora experimentan la alegría de la vida eterna, «han pasado ya de la muerte a la vida».
Por eso, los discípulos atrevidos de la primera lectura manifiestan la grandeza inagotable de la Pascua de Cristo. Pedro y Juan no se llevan una alegría que cambia su día, que los anima a afrontar mejor el momento presente: descubren el inaudito poder de la Pascua del Señor, la fuerza de su acción, y se ven impulsados a dar profético testimonio de Cristo.