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La Cuaresma llega a su fin. La liturgia de hoy nos envuelve en un clima que nos introduce ya en el misterio pascual de Cristo. En el mundo existe el dolor y el sufrimiento en las clínicas, en las familias y en las personas. La misma sociedad está malherida por las injusticias y guerras, por el paro y el hambre. Se respira sufrimiento y lo provocamos. La vida cotidiana conlleva sufrimientos, y nos cuesta aceptarlos, y nos cuesta comprender su valor cristiano. Rechazamos el dolor y la misma muerte, porque deseamos la alegría y la vida.
Cuando visitamos a un enfermo nos preguntamos: ¿por qué Dios permite tanto dolor y sufrimiento? Otras veces culpamos a Dios del dolor que nos invade, sin tener en cuenta que somos cómplices del mal y del dolor que hay en el mundo. Le culpamos de nuestra propia culpa. No es fácil comprender y aceptar el sufrimiento y la misma muerte.
Si se acepta el dolor con fe podemos llegar a comprender que es el principio de renovación y purificación, de vida y crecimiento, como el grano de trigo que muere y germina en fruto. El grano muerto en el Calvario germina en flor y en fruto de salvación para toda la humanidad. Saber morir es destruir las raíces del pecado que hay en el corazón; saber morir es enterrar el egoísmo y dejar marchitar el orgullo; saber morir es ser constructor de paz y desterrar la guerra y la violencia; saber morir es tener capacidad de servir generosamente a los demás; saber morir es amar a Dios con todo el corazón y con todas las fuerzas, y a los hermanos; saber morir consiste en sonreír a la adversidad y arrancar el pesimismo del corazón humano; saber morir es vivir en gracia y destruir el pecado; saber morir es dar la vida como Cristo en la cruz para salvar y redimir.