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Desde el siglo XIII que se empezó a celebrar la fiesta del «Corpus» ha crecido el fervor en el pueblo cristiano a la eucaristía. Los balcones se adornan y las calles se visten de fiesta porque el Señor se va a pasear por ellas y suscitará en los corazones de los fieles sentimientos de fe y gratitud. El pueblo de Israel tuvo hambre en el desierto y Dios lo alimentó milagrosamente.
En pleno siglo XXI, la humanidad pasa hambre de pan, de dignidad, de valores, de justicia, en una palabra, hambre de Dios. Hoy las lecturas resuenen con especial fuerza para todos los que padecen hambre. Cristo se hizo y se hace pan para toda la humanidad. Algunos lo rechazan, otros no creen y otros no tienen hambre de este pan y buscan panes que no alimentan. El pan que nos da el Señor es su Cuerpo y su Sangre para la vida del mundo. Es un pan que se parte y comparte en la mesa redonda del mundo. Es un pan amasado en los dolores de la pasión, cocido en el horno de la cruz y partido y compartido en la mesa del altar. Es un pan bajado del cielo por amor. Cristo, por amor, se ha quedado con nosotros hecho Palabra y Sacramento, misterio y presencia real, sacrificio y víctima. La Iglesia, celebrando la eucaristía, da gracias al Padre por la historia de la salvación y adora el misterio en espíritu y en verdad. Quien participa en la eucaristía debe creer en este gran misterio, hacer memoria agradecida del misterio pascual, insertarse en el misterio de Cristo, dar testimonio de lo que se ha celebrado y evangelizar solidarizándose con los pobres y enfermos.