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II Domingo T. Ordinario (Juan 2, 1-12)
La escena del banquete de las bodas en Caná nos lleva a un lugar de encuentro, de alegría compartida, pero también de necesidad. En medio de la celebración, surge un problema que amenaza con apagar la fiesta: la falta de vino. Es María quien, con mirada atenta y corazón sensible, percibe el vacío antes que se haga evidente. Sin grandes palabras, simplemente confía en su Hijo y, con fe serena, lo pone todo en sus manos. Jesús, aunque en un primer momento señala que aún no ha llegado su hora, responde con un gesto generoso, transformando el agua en vino, no de cualquier calidad, sino en el mejor. Es un milagro discreto, sin alarde, pero lleno de amor y significado, un símbolo del deseo de Dios de colmar nuestras vidas con su gracia.
En esta transformación encontramos una invitación profunda: llevar nuestras vasijas vacías, nuestras carencias y fragilidades, ante el Señor. A veces nos empeñamos en llenar nuestras vidas con lo que creemos necesario, sin darnos cuenta que es Él quien puede dar plenitud y sentido. Jesús transforma nuestras vidas rutinarias en experiencias de gracia, si le permitimos actuar. Este pasaje nos anima a confiar, a ser como los sirvientes que, aunque no entendieron del todo, obedecieron y vieron la gloria de Dios manifestarse.
Desde la fe: Aprendamos de María a confiar plenamente en Jesús, incluso cuando parece que aún no llega el momento. Ella nos enseña a ser intercesores atentos, a percibir las necesidades de quienes nos rodean y llevarlas con confianza ante el Señor.
Desde la esperanza: Confiemos en que, incluso cuando nuestras vidas parezcan faltas de alegría o propósito, Jesús puede obrar maravillas. Él convierte lo ordinario en extraordinario, si le damos espacio para actuar.
Desde la caridad: Seamos como María, atentos a las necesidades de los demás, buscando maneras de ser respuesta. Recordemos que a través de gestos sencillos y humildes, podemos llevar a otros el vino nuevo de la alegría y el amor de Cristo.