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La solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo nos viene preparada por un personaje bíblico muy particular y misterioso, este Melquisedec
que ejerce de telonero, de profeta que anuncia algo más grande y perfecto. En la sagrada Escritura, Melquisedec es el primero que ofrece
a Dios pan y vino. La primera Iglesia, la de los apóstoles, ya ve en él un personaje que anunciaba a un verdadero «rey de paz», a un verdadero
“sacerdote del Dios Altísimo”, a uno que ofrecerá a Dios una ofrenda verdadera (en el sentido de duradera, eterna). También descubrirán en su bendición a Abraham un anuncio, un dibujo que bosquejaba la verdadera bendición, que otro sacerdote iba a obtener para toda la descendencia, para todo creyente.
En Melquisedec la Iglesia ya ve a Cristo, al que reconoce en el salmo “sacerdote eterno”. Ese misterioso
sacerdocio de Melquisedec, que no lo ha recibido de los hombres, por descendencia, sino por designio divino, manifiesta esa característica también del sacerdocio de Cristo: Tú, Señor, no eres sacerdote por Ley, por herencia, sino porque Dios así lo ha designado. Tu sacerdocio es
para siempre, Señor, porque Tú eres santo y porque ofreces cosas eternas a Dios Padre (a Ti mismo en tu eterno sacrificio) y a los hombres
(a Ti mismo en tu Cuerpo y Sangre).