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“Una medida generosa, colmada, remecida, rebosante», esa es la sugerente propuesta que el Señor hace a sus discípulos en el evangelio de hoy para mostrar la sobreabundancia del amor de Dios, el negocio beneficioso en el que participa el que intercambia su pobre esfuerzo por hacer el bien al prójimo con la grandeza e inmensidad del amor de Dios. Porque esa medida generosa es el amor de Dios por los hombres, un amor compasivo, capaz de amar y de perdonar muy por encima de cálculos y poderes humanos. Esta medida tan generosa es, ciertamente, escandalosa, motivo de sorpresa indecente, pues queda fuera del alcance y de la felicidad que el hombre pueda dar nunca por sí solo. Dios responde al pecado con santidad, responde al rechazo con amor, a la ofensa con complicidad. La primera lectura quiere, entonces, ofrecernos un ejemplo gráfico, en el Antiguo Testamento, de cómo hace ese amor: es David, que, en su actitud no vengativa sino generosa con Saúl, que le persigue y le hace mal, manifiesta una enorme paciencia y comprensión. Una actitud así es profética: el rey se comporta como profeta, y desvela el inmenso amor con el que un hijo de David hará visible, en lo alto de una cruz, la inmensa caridad y generosidad del amor de Dios. Cristo hace visible el amor que predica, que pide, que da. Ante el misterio de la cruz se comprende bien cómo es posible algo que sólo puntual y condicionadamente nos parece realizable a nosotros, cuando Cristo ama, hace el bien, bendice, perdona. Así, si Israel ha experimentado en su vida cómo Dios es compasivo y misericordioso, que repite el salmo de hoy, si David ha podido obrar de esa manera, habiendo conocido esa fidelidad de Dios desde que venció al gigante filisteo, el Dios hecho hombre no podía ajusticiarnos, tenía que darnos un amor aún más grande, un amor especial. Un amor con el que Cristo santifica la vida de la Iglesia, de tal manera que permite al que vive en ella, al que recibe ese amor, obrar con una caridad y dulzura tan delicadas como constructivas. Son así porque, con ese amor, el Espíritu Santo nos predispone a obrar como Él.
La celebración de la Iglesia es el signo de la compasión divina al alcance de nuestras manos cada día: en ella, Dios muestra que no se ha conformado con entregar su amor en el misterio pascual, sino que, además, ha guiado al hombre para que se coopere con esa acción, con ese perdón. Cuando, en nuestra vida, actuamos con ese mismo poder de perdonar de Jesús, no solamente vencemos la tentación de la ira, de la división, sino también la del individualismo, de creer que vamos mejor por libre, y la de la desesperación, de creer que nunca vamos a poder amar y perdonar como Dios. De ahí a la vida el paso es evidente: el creyente, movido por el amor de Dios, tiene que perdonar con esa misma medida generosa.