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La Iglesia se ayuda de Moisés para mostrarnos en qué consiste la conversión cuaresmal en este tercer domingo. Tantos sinsabores en la vida, tantas idas y venidas… de repente, en ese espectáculo admirable Moisés se reconoce invitado a poner su confianza en Dios de una forma nueva e insospechada. Ya no es sólo el reconocimiento de un pueblo, es una llamada personal de Dios. La conversión es la respuesta a una llamada de Dios, que se comunica cómo y cuándo quiere, y conduce al hombre, si se deja éste, hacia donde Él quiere.
La fuerza que tiene la presencia de Dios en la zarza ardiente conmueve al cristiano que, en medio del desierto, en el monte de la Cuaresma, busca a Dios para que dé un sentido a su vida, a su esfuerzo y a sus sudores de cada día. Como Moisés, llamado por Dios a comenzar una tarea más allá de sus fuerzas, más allá de sus cálculos, el cristiano encuentra esa misión y ese sentido en las palabras del Señor en el evangelio: «si no os convertís, todos pereceréis».
Moisés es llamado a una conversión profunda para poder guiar a su pueblo según la voluntad de Yahveh, y sin embargo, a su conversión ha de seguir también la de todo su pueblo, pues la voz que va a escuchar de Dios tiene que ser acogida con devoción. La presencia de Cristo, el nuevo Moisés, guiando a su pueblo, nos pone ante la realidad de nuestra llamada a la conversión: en ella se va nuestro caminar por el desierto, se va nuestra vida. La misión que se nos encomienda es la conversión, una conversión que nos permita vivir en comunión con la zarza, entrar en el fuego divino, sin perecer ardiendo en él. La vida eterna, por lo tanto, es el sentido de esta misión. Superior a nuestras fuerzas, superior a nuestros cálculos. Dicho de otra forma, fruto imposible para esta higuera que somos nosotros.
Sin embargo, contamos con la ayuda de quien hace que no haya nada imposible: Dios, como buen y paciente viñador, dispondrá de todo lo necesario para que demos ese fruto que hoy parece inalcanzable.
Después de más de dos semanas de Cuaresma, el cristiano ha podido experimentar ya el rigor de este tiempo, la exigencia de la fe en el Dios vivo. Y aparece la tentación del desánimo en cuanto nos miramos a nosotros mismos. No voy a poder. No llego. Como Moisés ante la zarza, podríamos nosotros dudar ante Dios. Pero Dios nos advierte: «El que soy» está siempre con vosotros. Vais a afrontar esta tarea no para unos días, sino «de generación en generación». Por eso, sin dudar, podemos cantar con el salmo: «El Señor es compasivo y misericordioso, enseñó sus caminos a Moisés». Así nos enseña a nosotros que en Dios se dan a la vez, paradójicamente, la urgencia de la llamada a la conversión en los actos concretos de nuestra vida, con la paciencia generosa de Dios que espera nuestra conversión.
La Cuaresma nos pone en la perspectiva de esa capacidad de Dios para perdonar, para dar más amor y así hacernos más fácil nuestra conversión.