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En la liturgia de este domingo se lee un bello texto del profeta Jeremías, hombre de espíritu grande y ánimo delicado y sensible, que vivió uno de los mayores dramas de su tierra y de su pueblo: el asedio y rendición de Jerusalén a manos del rey Nabucodonosor y la posterior deportación a Babilonia.
Jeremías se quedó en Judá con el pueblo pobre y miserable para transmitirle su palabra de consuelo. Las lamentaciones y consolaciones de Jeremías le convierten en un profeta muy actual. ¡Qué oportunas son siempre las palabras de consuelo, tanto a nivel comunitario como individual! Lograr descanso y alivio en la pena que aflige y oprime el ánimo es vivir en consolación. Jeremías mide la historia con el metro divino; sabe que aquella tragedia enorme no es el fin de la historia de la salvación. Por eso en medio del desastre nacional y de la dispersión política y social, anuncia una restauración, una renovación espiritual, una alianza nueva con el “resto” del pueblo pobre que pervive sin patria, sin rey y sin templo. La “alianza nueva” predicada por Jeremías supone ante todo el perdón de los pecados: Dios concede una amnistía general (“amnistía viene de la palabra griega “amnesia”, que significa olvido, perdón). Dios perdona siempre las infidelidades y actúa como si las culpas jamás hubiesen sido cometidas. Oír este mensaje fue de gran consuelo para el antiguo pueblo judío. Y saber que es vigente esta iniciativa divina produce paz y gozo a los miembros del nuevo pueblo que es la Iglesia.
Todas las páginas de la historia de la salvación comienzan con una clara proclamación del “amor de Dios” operante. A nadie debe extrañar que en este tiempo santo de Cuaresma se acentúe y concentre la oferta de perdón y consuelo que Dios ofrece a quien se deja revisar por su Palabra y acepta su amor como manantial de nuestros amores. Es preciso vivir este período con sinceridad penitencial para situarnos, radicalmente entre la esclavitud o la libertad. Otro válido mensaje de Jeremías para el hombre de hoy es la necesidad de interiorizar la religión. No basta la observancia externa de los ritos, del culto y de los mandatos, como los antiguos hebreos de la ley mosaica, esculpida en piedra. La nueva ley de Dios pide y crea un corazón nuevo, un espíritu interior, un amor profundo. Para llegar a esta interiorización es preciso conocer a Dios y unirse a él por el amor sincero y total.