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La Iglesia sigue los pasos de su Maestro. Es discípula que aprende junto a su corazón para poder enseñarnos después también a cada uno de nosotros. Por eso igual que Cristo en el evangelio prepara a sus discípulos en estos discursos de despedida para su marcha al Padre, también la Iglesia se esmera en prepararnos para cuando se aleje de nosotros en la ascensión para quedarse de un modo nuevo, por el Espíritu.

Y es que la marcha de Jesús condiciona la venida del Espíritu, pues este hará comprender, en lo profundo del corazón, las palabras que hemos aprendido de labios del Maestro. Esa acción de comprender conlleva otra no menos importante: llevarlas a cabo, nos vivificará para que sucedan. Por eso, el don del Espíritu perfeccionará la obra del Hijo porque pondrá vida en el corazón de los que han creído en Él.

Es por esto que hoy les tranquiliza. No va a estar lejos de ellos. Sin embargo, la Iglesia naciente se va a ver envuelta en toda clase de pruebas de vida y de fe. Van a tener que creer en Jesús sin verle, que predicarlo según lo que el Espíritu vaya suscitándoles en el corazón, y que vivir con una alegría que se escapa al conocimiento del mundo, una alegría en el sufrimiento, una paz en medio de la lucha. ¿No es algo que también nosotros, dos mil años después, conocemos bien? La guerra, la pandemia, tantos problemas políticos y sociales, ¿no son insuficientes para arrebatarnos la alegría de la certeza de la Pascua? Con el envío del Espíritu a la Iglesia se nos anuncia hoy la construcción de una Ciudad nueva. Ya el domingo pasado escuchábamos, en la segunda lectura, también, de esa nueva morada de Dios con los hombres. Esta es una ciudad celestial, de la que la Iglesia que empieza, y de la que se nos informa en la primera lectura, es solamente un signo. Ella se convierte, además, en una referencia para todas las generaciones que, en el seno de la Iglesia, vengan después: siempre viviremos en la Iglesia en referencia a la instauración plena de esa nueva Jerusalén, en la que Dios mismo es el templo. De hecho, Dios mismo lo será todo en todos. Por eso, vivimos nuestro ser Iglesia, nuestra vida cristiana, nuestra celebración de cada día, con la conciencia segura de que estamos anticipando el final de esta que tenemos para dar paso a la eterna, a la que ve el Apocalipsis.

Así, no podemos menos que preguntarnos, hasta cuando el Señor anuncia que se va para sentarse a la diestra del Padre, acerca de la conciencia de que todo esto pasa. ¿Celebro la liturgia de la Iglesia consciente de que en ella pedimos que pase este mundo y venga la gloria, que la celebramos «para que el Señor vuelva»? Celebrar la fe es anticipar el final de nuestro tiempo, de nuestra liturgia, de nuestro templo. También, como el Señor advierte a sus discípulos, nos conviene que este tiempo pase, que esta liturgia y esta Iglesia pasen para que vengan los del Apocalipsis y seamos deslumbrados por la luz de Cristo, lámpara del nuevo templo, nuevo y eterno. Si celebramos así la liturgia cada domingo, cada día, haremos nuestra esa alegría de quien celebra aquí pero mete ya la cabeza en la celebración eterna, allí donde todos los pueblos alaban a Dios, donde somos iluminados con la luz de su rostro.