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María y José son la primera pequeña Iglesia, que da a luz al primer hijo del Reino de los cielos. Por eso, en este cuarto domingo de Adviento, cuando casi tocamos ya la Navidad, la liturgia hace que volvamos hacia ellos los ojos, para entender su misterio y protagonismo.

María, la Virgen, está en la cima de la expectación. Nadie ha vivido un Adviento de nueve meses como ella. Porque era sencilla como la luz, clara como el agua, pura como la nieve y dócil como una esclava, concibió en su seno a la Palabra. Cuando nada parece haber cambiado por las colinas de Galilea, María sabe que ha cambiado todo, que Jesús viene. Es la joven madre que aprende a amar a su hijo sintiéndolo crecer dentro de sí. Lleva a Jesús para darlo al mundo, que lo sigue esperando sin saberlo, porque la mayor parte de los hombres no le conocen todavía. En el amor de la Madre se manifiesta la ternura humana del Hijo. Solamente se puede esperar a Jesús cerca de María. Jesús está ya donde está ella. Para celebrar la Navidad, hay que agruparse alrededor de la Virgen. Ella, que no tenía recovecos ni trasfondos oscuros de pecado, porque era inmaculada, callada y silenciosamente siempre nos entrega al Hijo.

José es el hombre bueno, que se encuentra ante el misterio. No le fue fácil aceptar la Navidad, que ni sospechaba ni entendía en un principio. Como hombre sintió en un primer momento pavor ante las obras maravillosas de Dios, que desconciertan los cálculos y el modo de pensar humano. En su Adviento particular tuvo que superar la prueba de la confianza en su esposa, para convertirse en el modelo perfecto de confianza. ¡Qué difícil es aceptar la obra del Espíritu Santo! Solamente desde una fe honda se puede asimilar el desconcierto que muchas veces provoca la acogida de la voluntad de Dios. ¡Cuánta confianza en Dios hay que tener para aceptar al hijo que uno no ha engendrado! Y cuando se acepta, viene la sorpresa de la salvación y “Dios está con nosotros”.

Estamos llenos de reparos contra todo lo que no está programado o hecho por nosotros, y por eso nos negamos casi radicalmente a confiar en los demás. Superando el refranero miope y egoísta, hay que potenciar la confianza, que es siempre esperanza firme en otro y consecuentemente origen de acciones grandiosas. Porque José confió en María fue padre adoptivo de Jesús. Y sin embargo nosotros nos esterilizamos con nuestras denuncias, aireando los trapos sucios de los demás, fingiendo externamente que somos defensores de la moralidad pública. Y la Navidad no es verdadera porque estamos llenos de recelos, de desconfianzas, porque no nace nada bueno y justo entre nosotros, porque estamos vacíos de esperanza, porque no somos origen de vida.