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Es impresionante la fuerza que tienen los textos que nos ofrece hoy la Liturgia de la Palabra. Es impresionante la reacción que suscita en la asamblea, tanto en la primera lectura como en el evangelio, la Palabra de Dios proclamada. No puede por menos que provocar una reflexión en nosotros: se proclama la Palabra y el pueblo reacciona como sólo lo haría… ante Dios mismo. En este domingo comenzamos a escuchar al evangelista Lucas. Su evangelio nos acompañará durante todo el año litúrgico. Por eso empezamos por el prólogo, con la escena de Jesús en la sinagoga de Nazaret. San Lucas se va a esforzar en su evangelio por mostrar algo que ya se pone de manifiesto desde hoy: la continuidad y la discontinuidad que supone la llegada de Jesucristo en medio de los hombres. Él va a proclamar la palabra del Antiguo Testamento y va a anunciar su cumplimiento. Lo que aquellos dibujaban es ahora visible. Ha concluido el tiempo de la espera, ha comenzado el de la realización.

El evangelio de hoy presenta a Cristo señalado por el profeta Isaías. En las sinagogas judías era primordial la proclamación de la Ley y los Profetas. Esta daba paso a un comentario. Cristo proclama la Palabra y la explica: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Comienza su misión declarando que Él es el Mesías esperado, consagrado con la unción y enviado para dar la Buena Noticia a los pobres. San Lucas no busca solamente presentar con fidelidad lo que ha recopilado: desea también que quien lea su relato le preste a Cristo la adhesión de la fe. Por eso, la fuerza de las palabras que se proclaman no está solamente en lo que en ellas se dice, está en que son una auténtica provocación a adherirse a Dios, a apostar por Él, a confiarle los mejores criterios y decisiones de la propia vida. Nehemías, en la primera lectura, ya advertía sobre esto. La proclamación de la Palabra de Dios es fuente de fe y alegría para el pueblo. ¿Qué valor tiene para mí la Palabra proclamada en la Iglesia? ¿Aumenta mi fe? ¿Me hace querer seguir alegre a Cristo? El cristiano tiene que acercarse a la Palabra de Dios con el convencimiento del Salmo: “Tus palabras son espíritu y vida”. Solo así escucharé la Palabra de Dios en la Iglesia como cumplimiento de lo que Cristo quiere para mi vida hoy.