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Con este domingo y la semana que de él depende se concluye el largo Tiempo Ordinario y se clausura el Año Litúrgico. Hoy se nos presenta la grandiosa visión de Jesucristo Rey del Universo; su triunfo es el triunfo final de la Creación. Cristo es a un mismo tiempo la clave de bóveda y la piedra angular del mundo creado.
La inscripción colocada sobre el madero de la Cruz decía: “Jesús de Nazaret es el Rey de los judíos”. Esta inscripción es completada por San Pablo cuando afirma que Jesús es “imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, Cabeza del Cuerpo, que es la Iglesia, reconciliador de todos los seres”. Parece paradójico que los cristianos nos gloriemos en proclamar Rey a quien muere en la debilidad aparente de la Cruz, que desde este momento se transforma en fuerza y poder salvador. Lo que era patíbulo e instrumento de muerte se convierte en triunfo y causa de vida.
No deja de ser sorprendente volver a leer en este domingo, para celebrar el reinado universal de Cristo, el diálogo entre Jesús y el malhechor que cumpliendo su condena estaba crucificado junto a él. Ante el Rey que agoniza entre la indiferencia de las autoridades y el desprecio del pueblo que asiste al espectáculo del Calvario, suena estremecida la súplica del “buen ladrón”, que confiesa su fe y pide: “acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.
En el trance definitivo y sin trampa de la muerte cobra relieve singular la sinceridad, que reconoce el fracaso y pecado de la vida propia. Antes de mirar al Crucificado, es oportuno volver los ojos a este hombre, dominado por el mal en su vida y modelo de conversión en el instante de su muerte, para aprender la lección necesaria de la conversión sincera y entender lo que significa el Reino de Jesús. Y a la vez es oportuno tener presente que no hay que esperar al atardecer de la vida para cambiar.