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Sexto domingo de Pascua (Juan 14,23-29)

En el contexto pascual en el que nos encontramos, el evangelio de este día nos presenta a Jesús consolando a sus discípulos ante el anuncio de su partida. Sus palabras no solo son de despedida, sino también de promesa. Nos recuerda que Jesús no nos deja huérfanos. Habla del amor al Padre, de la obediencia a su palabra, del don del Espíritu Santo y de la paz que solo Él puede dar.

Desde la fe, Jesús nos pide que confiemos en su palabra: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.” Creer en esto exige una fe viva, que no se basa en lo que vemos o sentimos, sino en la certeza de que Dios habita en quienes lo aman. Es un llamado a una fe que transforma, que hace de nuestro corazón una morada divina, y que nos sostiene incluso cuando no entendemos del todo el camino que se nos presenta.

Desde la esperanza, Jesús abre un horizonte que va más allá de su partida física. Promete al Espíritu Santo, el Defensor, quien enseñará y recordará todo lo que Él nos ha dicho. En tiempos de oscuridad o confusión, esta promesa es fuente de esperanza: no estamos solos. El Espíritu guía, consuela y fortalece. Además, Jesús ofrece su paz, no como el mundo la da, sino una paz que permanece aún en medio de la tormenta. Esa paz es anticipo del Reino, y sostén en nuestro peregrinar hacia la plenitud con Él.

Desde la caridad, el centro del mensaje es el amor: “El que me ama guardará mi palabra”. No se trata de una obediencia legalista, sino de una respuesta amorosa a quien nos ha amado primero. Este amor nos une al Padre y al Hijo, y se manifiesta en nuestra vida concreta: en la escucha, en el cuidado del otro, en la fidelidad cotidiana. La caridad es vínculo de co-munión, expresión de Dios mismo en nosotros.