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De nuevo en este domingo (XXVI del tiempo ordinario) se nos presenta con la viveza de las palabras proféticas y con la sencillez de una parábola el tema de la división de los hombres en ricos y en pobres. Son mucho más numerosos los pobres que los ricos. Un problema grave en nuestra sociedad es la insensibilidad ante las estadísticas; apenas nos impresiona conocer que hay millones de pobres en España. Todos corremos el peligro de olvidarnos de los pobres, pasar de ellos en cualquier semáforo o acostumbrarnos a su presencia. Hablar de los ricos no es difícil. Son los que centran como única preocupación de su vida la comida y la bebida, los que reducen toda su filosofía existencial a un concepto de hedonismo materialista, los que se acuestan en «lechos de marfil» en un lujo despreocupado e insultante con los parados y chabolistas, los que creen que la vida es una orgía de olores, de sonidos y sensualidades, los injustos que explotan a los más débiles. Es más fácil elogiar la pobreza que soportarla, pues siempre humilla al hombre y a algunos los hace humildes, pero a los más los hace malévolos.

De ahí que cuando se experimenta la pobreza, se aprende a compadecer la de tantos desgraciados que giran en cualquier necesidad humana o espiritual. La pobreza de bienes es remediable, mas la del alma es casi irreparable. ¿Cuál es la enseñanza de la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro? No es que los ricos se condenarán y los pobres se salvarán. No es invitar a un conformismo pasivo a los que carecen de casi todo en este mundo, porque se verán recompensados en la otra vida. El mensaje es que no se puede poner la confianza y la seguridad de la salvación en las riquezas, que no se puede despreciar y marginar a los pobres, que el Reino de Dios no se alcanza por la simple pobreza sociológica sino por cumplir las exigencias de la palabra revelada.

San Pablo, en la segunda lectura, recuerda con claridad cuál debe ser el comportamiento del cristiano en esta vida: practicar las virtudes que posibilitan la relación con Dios (la religión, la fe, el amor) y las virtudes que mejoran la convivencia con los hombres (la justicia, la paciencia, la delicadeza). Así se conquista la vida eterna, a la que todos hemos sido llamados.