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La palabra es el gran signo que posibilita y crea el encuentro y el diálogo de los seres inteligentes. La palabra expresa al hombre y por medio de ella toma conciencia de la realidad que lo circunda. Por la palabra el hombre actúa y se hace presente, manifiesta su mundo interior, hace inteligible lo que piensa, lo que siente, lo que es.

Es importante valorar con justeza y dar la principalidad debida a las palabras con que nos expresamos en la celebración litúrgica y nos comunicamos personal y comunitariamente con Dios. La Palabra de Dios, pronunciada o escuchada, exige sinceridad. Para el creyente la Palabra de Dios no es mera letra impresa en la Biblia, sino que es historia, vida y verdad. La Biblia es Palabra de Dios no porque la sugiere o evoca, sino porque la expresa, la significa eficazmente, la hace patente. Por medio de la Biblia la Iglesia se manifiesta como comunidad de la Palabra y, a la vez, patentiza que la Palabra que proclama no es algo propio, sino algo que le ha comunicado gratuitamente Dios. Celebrar la Palabra en el culto litúrgico es revelar los planes ocultos de Dios, para suscitar una fe más profunda. La Palabra de Dios es valorada en la liturgia como un acontecimiento. No se celebran ideas, sino hechos. Se celebra precisamente la presencia de Dios en la asamblea por la comunicación de su Palabra. Se festeja el hecho de que Dios hable a su pueblo. La celebración de la Palabra supone una sintonía previa: los que participan en la fiesta litúrgica saben qué es lo que va a pasar y precisamente por esto y para esto se reúnen. Más aún, organizan la liturgia para que el hecho se produzca. La Palabra no es anuncio de algo desconocido, sino repetición deliberada de un hecho esperado. La Palabra de Dios cuanto más conocida más se gusta de ella, más dice, mejor se celebra; porque “celebrarla” supone poseerla y ser poseído por ella. La lectura bíblica llega a ser Palabra de Dios cuando se acoge, convierte, recrea y comunica vida. Estas reflexiones vienen a propósito del Evangelio de este tercer domingo ordinario, en el que se presenta a Cristo en la Sinagoga de Nazaret, leyendo un trozo del Profeta Isaías y haciendo la homilía perfecta: “hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”.