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El fruto de la obra salvadora de Jesús, de su anuncio del Reino y de su misterio pascual es un mundo renovado, reconducido hacia el Padre, transformado por la acción del Espíritu Santo. Es fácil reconocer que eso sólo puede ser obra de Dios. Ni toda la humanidad junta, puesta de acuerdo, sería capaz por sí misma de semejante cosa. Sin embargo, cuando Jesús habla en el evangelio de hoy de los frutos que dan los hombres, o que deben dar, la cuestión se vuelve aún más delicada para acertar.

El tema de los frutos es ciertamente contradictorio. Cada árbol se conoce por su fruto, pero el fruto no es todo lo que se recoge: es necesario también examinar todo lo que se ha recogido para poder apreciar si es o no verdadero fruto. El apóstol no obra tanto por los frutos que obtenga (aunque los desee de corazón) como por una primera y necesaria fidelidad a Cristo. El primer criterio, entonces, para la acción del discípulo es el crecimiento de la propia raíz, antes que el de los frutos: cuando uno busca anunciar la Palabra, obrar conforme a lo recibido, lo primero que obtiene, el primer fruto, es una raíz bien cogida a tierra, es permanecer bien unido a Jesucristo.

Y así evita la tentación de creerse maestro, de ser un ciego que guía a otro ciego, de fijarse en la mota en el ojo ajeno en vez de hacerlo en la viga en el propio. Cuando uno cae en la tentación de mirar por encima del hombro, de creer que puede llevar a otros sin ver, el primer fruto, la propia raíz, no está bien fortalecida.

Sin embargo, al que escucha y acoge la Palabra de Dios, el Señor le convierte en tierra adecuada, preparada para dar fruto abundante. Siempre inmersos en el misterio de Dios, que lo «da a sus amigos mientras duermen», es decir, por pura gracia, los frutos se manifiestan en que lo que vive el corazón se hace visible a los ojos.

Así se entiende bien la celebración de la Iglesia, en la que Jesucristo ha arraigado completamente en la casa del Padre, el verdadero y único sacerdote, Dios y hombre verdadero, puede ofrecer frutos de santificación que transforman nuestro corazón, que den fruto en nuestra vida, por el éxito de su misión. Y así entendemos lo que celebramos, y lo que recibimos cuando celebramos: en la celebración de la Iglesia, el cristiano ha de buscar siempre y en primer lugar frutos profundos, que afecten a su raíz.