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Una de las prácticas clásicas del tiempo cuaresmal son los ayunos. En el ayuno, como en la abstinencia, el hombre se priva de algo que hace bien a su cuerpo, y lo hace en memoria de su pecado, por el que se ha hecho merecedor de vagar por el desierto sin comer alimentos de la tierra, incluso cuando recibe el fruto de la benevolencia y la abundancia de Dios, que ha entregado a su Hijo único por nuestro perdón. La liturgia de la Palabra de hoy nos enseña que, frente al ayuno, propio de una vida de pecadores, a nosotros se nos trata como a hijos, que comen en abundancia, incluso del ternero cebado. No ha sido nuestro buen hacer, sino la benevolencia de Dios, que es Padre:
Y es que, si tuviéramos que enumerar todos los ricos detalles de la parábola del hijo pródigo del evangelio de hoy, seguramente no habría homilías, comentarios, experiencias… por eso la liturgia de la palabra se esfuerza no sólo en proponer las riquezas de la Escritura, sino también en fijar la idea que propone: es la primera lectura hoy la que nos enseña qué mirar en la parábola evangélica. En ella, el libro de Josué nos presenta un gran banquete, grande por la cantidad y grande por el significado. El pueblo de Israel come, al entrar en la tierra prometida, en abundancia. Esa abundancia que manifiesta la generosidad de Dios, que cumple su palabra, que ha estado con su pueblo, como prometió a Moisés en la zarza ardiente. Ahora reciben una comida, no sólo a continuación de un duro periodo hambriento, sino también de forma inmerecida. Han sido un pueblo «de dura cerviz», desconfiado de su Dios y de su Alianza, pero aun así comen en abundancia, en una tierra también inmerecida.
Y esta comida significa el comienzo de una nueva vida: «Hoy os he despojado del oprobio de Egipto», es decir, no queda rastro de vuestra esclavitud. Tenéis tierras, vais a levantar casas, tenéis comida abundante: sois libres. Esa es también la experiencia del hijo pródigo que vuelve a casa. Ha acabado su hambre, ha acabado su vagar, ha acabado -con el abrazo del Padre- su pecado.
Por eso, al hablarnos en su Palabra de cómo Dios alimenta a su pueblo, a la Iglesia lo que le sale del corazón es cantar con el salmo «gustad», porque al comer podéis ver «qué bueno es el Señor», Él es el que os alimenta. La Iglesia ejerce una maternidad tierna sobre sus hijos, y cuando hemos atravesado el ecuador de la Cuaresma, con estas lecturas nos invita a perseverar en la confianza en Dios. No temas por lo que no tengas, no temas por la escasez de frutos, por la ausencia de éxito, no temas no ver la casa, el destino final: Dios te acompaña y no falla a su promesa, te dará en abundancia, sentado a su mesa, si mantienes la confianza en Él, si eres capaz de reconocer tu pecado y dejarte abrazar por el amor de Dios.