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“Dios creó al hombre para la inmortalidad”.
Esta afirmación del libro de la Sabiduría que hoy escuchamos en la primera lectura choca de forma brusca con la realidad que constatamos cada día, que, si siempre nos acecha, lo hace con más fuerza desde que comenzó la pandemia, y que el profeta explica a continuación: “pero la muerte entró en el mundo por la envidia del diablo”.
La muerte nos amenaza cada día, nos golpea de cerca cuando menos lo esperamos y en quien más queremos… así le sucede al jefe de la sinagoga del evangelio de hoy. ¿Cómo creer en esa inmortalidad ante la dolorosa realidad de la muerte de una hija? Jesús ha venido a recorrer nuestros caminos para que salgamos a su encuentro y le presentemos las grandes inquietudes de nuestra vida. No ha venido a darse un baño de masas, ni a pasear como un populista más, lleno de palabras vacías para todos, con efecto pero sin fuerza: por eso acompaña al hombre que sufre, para animarle a dar el salto de la fe. Para que pase de creer de una vida mortal, a una vida inmortal. Jesús puede curar la vida mortal, pero sobre todo quiere infundir en nosotros la fe en una vida inmortal, que es la suya. Siempre habrá a nuestro alrededor gente que, ante la enfermedad o la muerte, se deje llevar por los lloros sin sentido o por el sarcasmo increyente, pero ni siquiera esas actitudes van a detener el camino de Jesús. La curación de la niña, como la de tantos en el evangelio, no es un privilegio tanto como una advertencia: nuestra inmortalidad, para la que fuimos creados por Dios a imagen del Hijo, que decía el profeta, se ha visto herida por el pecado, olvidada por el bienestar de cada día… pero los signos de Jesús nos la recuerdan. Viviremos, moriremos, pero la muerte no puede hacernos olvidar nuestro destino final. Levantar a la niña es decir: cuando nosotros seamos débiles, cuando seamos más débiles que esa niña, cuando estemos muertos, cuando hayamos gastado todas nuestras fuerzas en vivir sanos como aquella mujer que parece que entra en escena para importunar, entonces Dios hará patente la inmortalidad que ha inscrito en nosotros. El camino de seguimiento de Cristo conlleva esta lección como necesaria: El camino de la inmortalidad nos lo ha mostrado definitivamente, no con palabras, como en el Antiguo Testamento, sino con obras, Jesucristo, no reviviendo a una niña o a un amigo, sino muriendo y resucitando a la vida eterna, en el misterio pascual.
Por eso, ¿cómo recordar nosotros, cómo no olvidar, en medio de tantas dificultades, en este valle de lágrimas, que hemos sido creados para la inmortalidad? El manto de Jesús, que la mujer enferma toca y por el que se cura, ya dibuja la realidad sacramental: en los sacramentos viene a nosotros, se hace presente, la inmortalidad, la vida eterna, en la gracia del Espíritu. Participar de los sacramentos es saborear, refrescar la inmortalidad originaria en nosotros. ¿Es así como los vivimos? ¿Es así como buscamos la confesión, la eucaristía? ¿Creemos realmente que en algo temporal se nos da la inmortalidad? Y, ¿qué supone para nuestra vida? Si la eternidad que se nos da en ellos es real, la memoria de Cristo no tendrá que ser pasajera, sino eterna, viva en todo nuestro ser.