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A los cristianos del siglo XXI nos cuesta confesar públicamente nuestra fe. Vivimos una especie de catolicismo anónimo y privado. No faltan testimonios cristianos que confiesan la fe abiertamente y por encima de las ideologías.
El Domingo de Ramos es un día que invita a salir a la calle, a manifestar nuestra fe cristiana. «Salir a la calle» es poner en práctica el derecho de la libertad religiosa. La procesión de hoy es confesión de la fe personal del discípulo de Cristo y es, a la vez, comunitaria, de toda la Iglesia. La entrada de Jesús en Jerusalén es mesiánica, cargada de humildad y de humanidad. Hoy la Iglesia bendice los ramos de olivo y los fieles los agitan anunciando al mundo entero la presencia de Jesús, que entra en la ciudad de Jerusalén bajo un rumor de olivos trayendo la paz y la salvación. El ramo que ha sido bendecido no es un talismán, sino un signo de triunfo sobre la muerte, un signo de la cercanía del Señor, que quiere entrar triunfante por la puerta de nuestros corazones. El ramo de olivo debe ser plantado en el corazón de cada hombre para que el árbol se convierta en cruz y en árbol florecido, cuya fragancia de paz y de fraternidad se extienda por todo el mundo. La Palabra de Dios es una palabra densa por lo que significa este día y por la teología narrativa de la pasión y muerte de Jesús. El evangelio, la pasión, es la historia de la fidelidad de Jesús hasta la muerte, de la confianza en el Dios de la vida y de la solidaridad con la humanidad sufriente.