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El evangelio de la resurrección de Lázaro sirve de punto de referencia para analizar los sectores muertos que existen en la vivencia de la fe y en la práctica religiosa de los cristianos. Hay muchos puntos cerrados al Espíritu en la vida creyente, hay muchas desesperanzas en el testimonio de los bautizados, hay muchos brotes mortecinos de egoísmo comparables a la frialdad sepulcral. Cristo sabía que su amigo Lázaro estaba gravemente enfermo, pero que esta enfermedad no acabaría en la muerte, sino que serviría para gloria de Dios. No deja de sorprender el contraste existente entre nuestra manera de pensar y la de Cristo, entre nuestro vocabulario y el suyo. Llamamos muerte a la enfermedad, al dolor, a la pobreza, a todo aquello que conduce a la muerte física. Sin embargo, Cristo la llama “sueño”; por eso va a despertar a su amigo. Hoy somos invitados a reflexionar sobre la muerte verdadera, de la que nos habla claramente San Pablo. Se trata de la muerte fruto del pecado, muerte de la que Cristo no nos puede resucitar sin nuestra propia voluntad. Hay muchos vivientes que andan como muertos, porque les falta el Espíritu que da la verdadera vida. Hay muchos que soportan enfermedades irreversibles, que aceptan la cruz del desprendimiento total, la muerte física, sabiendo desde la fe que es camino de resurrección y de vida eterna. Jesús llegó tarde. Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Alguno de sus discípulos pensó que lo único que podía hacer el Maestro era dar a sus hermanas un conmovido pésame. Por eso no se extrañó de que el amor hacia el amigo muerto provocase sollozos y llanto.
Jesús no era un hombre impasible; la fe no hace perder al cristiano la auténtica sensibilidad. Junto a la tumba del amigo fallecido suenan solemnes las palabras de Jesús: “quitad la losa”, es decir, quitad lo que separa, lo que aísla. E inmediatamente pronuncia la acción de gracias al Padre. ¡Qué gran ejemplo el de Cristo: dar gracias al comienzo sin esperar al final! Todos debemos escuchar el grito de Jesús que nos manda salir fuera del sepulcro y nos llama a superar la rigidez, el inmovilismo, la frialdad, las ligaduras terrenas y la esclavitud del pecado para vivir como resucitados.