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Estamos llegando al final de la Pascua: el tiempo que se abrió con una octava, del primer al segundo domingo de Pascua, se cierra con otra, la que va desde la Ascensión hasta Pentecostés. El relato histórico de la Ascensión del Señor que hoy se proclama en la primera lectura quiere, dice san Lucas, conectar su evangelio, la historia de Jesús, con este relato de Hechos, la historia del Espíritu Santo en su acción sobre la primera Iglesia. En él encontramos a Jesús dando instrucciones precisas a los suyos. Esas instrucciones hacen referencia a la ciudad de Jerusalén, pues allí debían aún permanecer en oración, y al don del Espíritu Santo, enviado sobre ellos en Pentecostés para comenzar la misión.
Así, el Espíritu será el que tome el relevo como guía de los Apóstoles del Señor, que permanecerá con ellos por la presencia del Paráclito. Lucas describe, entonces, la Ascensión misma, no de una forma triunfalista, sino anunciando, por medio de los ángeles, que el que se marchó volverá de nuevo en gloria y majestad. Los que quedan son testigos de esto, y tendrán que anunciar lo vivido junto al Señor. La ascensión, así, se vincula al misterio pascual de Cristo (muerte, resurrección y ascensión).
Ahora el Señor se sienta a la derecha del Padre, y desde allí ejerce su ministerio sacerdotal en bien de los hombres, porque, ¿qué supone la ascensión del Señor al cielo? No sube un fantasma, alguien misterioso: los apóstoles reconocen perfectamente en Él a Cristo, su Maestro, el Verbo encarnado. Ahora, en el cielo, en el seno de la Santa Trinidad, se encuentra, en su casa, una humanidad como la nuestra. Es el Verbo de Dios encarnado. El que bajó en la humildad de la carne, asciende glorificado al cielo: ¿un hombre en Dios? ¿Para siempre? Por eso dice san Pablo que necesitamos ser iluminados por Dios «para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros». Si nuestra cabeza está en el cielo, nosotros, su cuerpo, un día estaremos allí con Él. Esa es nuestra esperanza, nuestra herencia, que Cristo nos comunica.