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Hoy el amor ocupa el lugar más alto en la escala de valores. Se ama; se aspira a amar; del amor se espera la felicidad; el amor hechiza la imaginación; es la palabra más sublime y, a la vez, la más manoseada y superutilizada. A cualquier cosa se le llama amor. Es insólito que se hable de mandamiento, y aún más extraño que se pueda hablar de amor orientado hacia el Misterio de un Dios trascendente. Será necesario abrirse primero hacia el Misterio de su persona y buscarle como buena noticia. Amar a Dios no es difícil. Quiere que le adoremos, que confiemos plenamente en él; que le abramos nuestro corazón; que seamos sus verdaderos hijos. Y él nos comprende cuando le hablamos; él nos responde cuando le interrogamos; él nos tolera cuando nos impacientamos; él nos perdona cuando erramos; él nos anima cuando estamos desilusionados; él nos alimenta con su gracia cuando estamos hambrientos; él nos sonríe cuando estamos tristes. Pero quiere él que amemos también a los hermanos. Esto es ya más difícil. Nos cuesta amar al que es arrogante y mentiroso; al que habla mal de mí; al que no soporta nuestros defectos; al que dice siempre lo contrario de lo que decimos; al que está cercano y nos desprecia; al que nos hace tropezar y caernos. Si somos sinceros, hemos de confesar que nos cuesta mucho amar al prójimo. El Señor, como buen alfarero, puede modelar con sus manos nuestro corazón a semejanza del suyo, para que amenos a nuestros hermanos como él nos ama.