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El evangelio que hoy se nos propone continúa la escena del evangelio del domingo pasado en la sinagoga de Nazaret. La Iglesia lo retoma con esa afirmación final de Jesús: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír».

Sin embargo, la alegría que la Palabra de Dios producía en la gente el domingo pasado, se vuelve hoy violencia. ¿Qué sucede para que se dé esta transformación? Que Jesús continua el diálogo con la gente de Nazaret advirtiéndoles de que la salvación que trae no es exclusiva para los judíos, sino que es para el mundo entero. Los milagros no tienen por qué suceder en la sinagoga, pues todos los pueblos tienen que ver la salvación de Dios. Jesús es, como lo presenta Jeremías en la primera lectura, un profeta de los gentiles, cuya tarea será llevar la palabra del Señor a todos los lugares. Ni siquiera ante reyes o príncipes tendrá que vacilar: así será al final de su misión, cuando sea prendido para la Pasión.

Jeremías es un profeta que, a pesar de las dificultades se mantiene firme, hasta su muerte, en la tarea recibida de Dios. Nosotros, los cristianos, recibimos una Palabra en la celebración de la liturgia que espera de nosotros un doble movimiento: Abrirnos a esa Palabra, que desea calar en nuestra vida, y por lo tanto, también animarnos a dar testimonio ante todos. A nadie le está vetada la Palabra de Dios. No podemos guardarla para nosotros como querían aquellos nazarenos en la sinagoga. Una salvación verdadera no es la que guardamos en un bolsillo, es la que se nos ofrece y ofrecemos constantemente a todos. Si nos cerramos a ese movimiento, podría ocurrir que se diera la salvación a los demás y el Señor se alejara, como en el evangelio, de nosotros. Por eso, la palabra divina ha de ser anunciada aunque cause rechazo. A veces podemos tener la tentación de no decir o de no escuchar esa palabra porque lo que vamos buscando es el éxito, pero la palabra no se anuncia, no se siembra por el éxito, al contrario, sabemos que ha de pasar la prueba del fracaso constantemente, sino por el amor de Dios. Cristo anuncia la palabra, incluso en terreno complicado, en Nazaret, por amor de Dios. Así querrá seguir comunicándola, no por el éxito, sino por el amor de Dios.