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Se abre la liturgia de este domingo “Laetare” con una invitación a la alegría pascual, aunque aún estemos a la mitad de la Cuaresma. Hoy se proclama una de las parábolas más entrañables y conocidas, la del hijo pródigo.
Siempre me ha llamado la atención esta denominación, cuando el texto evangélico comienza así: “Un hombre tenía dos hijos…”. Creo que se debería hablar de los dos: del que se marchó de casa y del que se quedó en ella, pues en ambos podemos estar reflejados con nuestras actitudes contradictorias. Comprendo que es más fácil hablar del que está lejos de casa, porque parece que se refiere a los demás. La gran enseñanza del hijo pródigo es su retorno, verdadera catequesis de lo que es el dinamismo penitencial, la conversión auténtica, lo que llamamos confesión, que tiene los pasos siguientes:
- darse cuenta de que hemos derrochado nuestra fortuna y vivimos perdidamente;
- recapacitar y soñar la abundancia de la casa paterna;
- examinarse para saber lo que hay que manifestar acusándose pecador;
- ponerse en camino, cumplir la penitencia previa de desandar nuestros malos pasos y
- confesarse diciendo: “Padre, he pecado…”.
Solamente cuando ha acabado todo el proceso de la reconciliación nos podemos vestir de fiesta, cubrir nuestra desnudez y pasar al banquete del amor.
¿Y qué decir del hijo mayor? Me lo imagino, como en el cuadro de Rembrandt, de perfil con las cejas fruncidas, un rictus de disgusto en la boca, las manos contraídas con rabia, expresando su desaprobación y escándalo por el perdón y el amor del padre. ¿Por qué los cristianos no somos capaces de aceptar y comprender que Dios Padre tiene siempre sus brazos abiertos en un gesto inmenso de perdón? ¿Por qué no entendemos que en la casa del Padre hay sitio para todos, un puesto privilegiado para el hijo que vuelve arrepentido? Pienso que para quien no hay sitio es para el que no soporta el corazón generoso y el perdón desbordante de Dios. Corremos el peligro de ser “hijos mayores” que se quedan en casa cuando vivimos en una fría honradez legalista, cuando nuestra conducta virtuosa se hace estrecha y nos separa de los otros, cuando reducimos la vida en la casa paterna a una cuestión de reglamento y de prohibiciones, cuando no salimos en busca de quien se ha ido, etc. ¿Quién está más lejos de casa? ¿el insensato que la ha abandonado, pero que la recuerda, o el que se ha quedado en ella sin amor?