María acompaña con esa ternura que no llama la atención, pero que transforma desde dentro. En lo sencillo, en lo diario, en lo que tantas veces pasa desapercibido, su presencia despierta consuelo, abre espacio a la esperanza y devuelve el equilibrio cuando todo parece tambalearse. En su mirada aprendemos a vivir con hondura, a cuidar con delicadeza, a confiar sin necesidad de garantías. Su forma de estar habla de escucha, de entrega, de fe encarnada.
Este mes de mayo, la Iglesia vuelve la mirada hacia Ella como Madre verdadera, compañera de camino, mujer creyente que, desde su sí, abrió la puerta a la salvación. Su vida entera fue una respuesta confiada a Dios, una disponibilidad sin reservas al misterio, un camino silencioso que nunca se puso en el centro, porque siempre condujo hacia Otro.
Cada vez que nos acercamos a María, algo se recoloca en el corazón. Ella entrega, señala, prepara. En cada gesto suyo, en cada palabra, en cada silencio, su presencia apunta hacia Jesús. En su ternura se transparenta el amor del Hijo, y en su fidelidad, la certeza de que Dios nunca abandona.
En tantos hogares, hospitales, parroquias o caminos de la vida, su imagen ha sido consuelo. El verdadero consuelo, sin embargo, está en lo que ella recuerda: que somos hijos en manos de Dios. María nos invita a seguir sus pasos hasta el corazón de Cristo. Y ahí está su mayor belleza: en ser reflejo limpio de su Hijo, en vivir para Él, en dárnoslo sin medida.
Este primer sábado de mayo puede ser un momento para detenernos y ofrecerle lo que somos, para dejar que nos mire como miró a Jesús, y así aprender a vivir con su misma confianza. Su presencia sigue siendo fecunda donde más se la necesita: en las heridas, en los márgenes, en los silencios que esperan ser habitados con esperanza.
María nos enseña que la fe se ofrece, que la esperanza nace de la confianza en un Dios que se hace cercano, que el amor busca sostener, y que la vida encuentra su plenitud cuando se entrega sin reservas, como la suya, al servicio del Evangelio.
Caminar con María es aprender a mirar como Jesús, a amar como Jesús, a vivir con la libertad de quien se sabe en manos del Padre. Y desde ahí, dejarnos transformar por una ternura que, sin pronunciar discursos, nos lleva directamente al centro: al Corazón de Cristo.
